Cultivó todos los géneros, el teatro, el relato, la biografía, la
crítica literaria y, fundamentalmente, la crónica periodística. Fundador, junto
al gran pintor Camilo Egas, de la revista vanguardista Hélice (1926).
En los años 40 publicó sus “Viñetas del mentidero” en el diario El
Telégrafo de Guayaquil. Con su columna “Claraboya” colaboró por mucho
tiempo en el diario El Comercio, y en los últimos años de su
vida en Hoy. Cronista de su tiempo y de Quito, ciudad a la que supo
retratar desde la memoria, la alucinación de personajes y fantasmas que le han
dado esa dimensión mítica y de leyenda; escorzos con los que la sujetó en los
estribos de la nostalgia y de una ambigua modernización. Su condición de
crítico acervo del acontecer político lo llevó a ejercer el artículo de
análisis de coyuntura y a enfrentar amenazas y a ser objeto de agresiones. Su
columna, “Periscopio nacional” publicada en la revista guayaquileña Vistazo da
cuenta de esta etapa. Andrade revistió a la crónica, como a la prosa, de una
magia en la que se juntan poesía y prosaísmo de tal forma que cada texto suyo
es una revelación.
Muchos artículos y ensayos de Andrade están diseminados en revistas y
diarios de Ecuador y América Latina, otros logró reunir en libros como:
- Cocktails (Quito, 1937);
- Gobelinos
de niebla (Quito, 1943);
- El
perfil de la quimera (Quito,
1951);
- La
internacional negra en Colombia (Quito, 1954);
- Crónicas
de otros lunes (Quito,
1980);
- Barcos
de papel (Quito, 1981);
- Claraboya (Quito, 1990);
- Viñetas
del mentidero (Quito,
1993).
Periodista, dramaturgo y ensayista
quiteño nacido el 4 de octubre de 1905, descendiente de una familia muy ilustre
y notable por su participación en la vida política del Ecuador: Su padre fue el
Sr. Raúl Andrade Moscoso, hijo del Crnel. Carlos Andrade Rodríguez, uno de los
principales luchadores del liberalismo; y sus tíos abuelos, el Gral. Julio
Andrade y el político y escritor Roberto Andrade.
Sus primeras letras las recibió en las
escuelas San Luís Gonzaga y Municipal Espejo, y continuó la secundaria en el
Instituto Superior Mejía que en 1922 -por razones económicas y por
discrepancias políticas con sus profesores- tuvo que abandonar sin alcanzar
ningún título.
Se trasladó entonces a vivir en
Guayaquil donde le tocó asistir a la Revolución del 15 de noviembre de 1922, y a mediados del año
siguiente ingresó como periodista a la redacción de El Telégrafo, donde sus artículos
aparecieron bajo el seudónimo de Carlos Riga. Cinco años más tarde volvió a
Quito para fundar junto a su amigo el pintor Camilo Egas y otros escritores y
artistas más, la revista de arte y literatura “Hélice”, en la que colaboraron
además distinguidos poetas y escritores de la talla de Gonzalo Escudero, Jorge
Reyes, Pablo Palacio y Alfredo Gangotena, entre otros.
Luego de ejercer el periodismo durante
varios años, en 1944 “mal visto
por La Gloriosa de mayo a causa de su mordaz crítica a la figura de Velasco
Ibarra, Andrade buscó el exilio. Así, recorrió México y Cuba, para instalarse
finalmente en Colombia” (Javier Ponce.- El Universo, Ago. 28 /
2005).
Posteriormente ingresó al servicio
exterior en el que desempeñó diferentes cargos diplomáticos en varios países de
América y Europa, pero sin descuidar sus actividades periodísticas, por lo que
sus artículos continuaron apareciendo en El Tiempo, de Bogotá; El Comercio, de
Quito; y El Telégrafo, de Guayaquil.
Su extensa obra es rica y variada, y
abarca desde el teatro hasta el ensayo biográfico: Tal es el caso de
“Suburbio”, comedia en dos actos que fue estrenada y publicada en Quito en
1931; “Cocktails”, en la que recopila varias crónicas políticas y literarias
publicadas en los periódicos La Mañana y Zumbambico; “Gobelinos de Niebla” y
“El Perfil de la Quimera”, ensayos literarios publicados en 1937 y 1951
respectivamente; “La Internacional Negra en Colombia y otros ensayos”, en 1954;
“Julio Andrade, Crónica de una Vida Heroica”, en 1962; y muchas más en las que
hace gala de su amplia cultura y extraordinario talento literario.
“Su vida ha
estado llena de episodios relevantes. Escritor fino, de ágil y moderno estilo
que constituye sin lugar a duda uno de los valores de nuestra literatura
contemporánea... Ninguna visión de las letras ecuatorianas puede ser completa
si está ausente su pequeña y enhiesta figura... Dueño de un estilo
personalísimo que se inicia en la pasión que conlleva toda causa digna, alza su
voz que abruma para volverla contra el muro que detiene el desarrollo de la
sociedad; comenta, critica, impreca, construye siempre, salva su conciencia del
mar de lo que mira frente a sí o se zambulle en el turgente océano de la
metáfora dicha en prosa” (F. y L. Barriga
López.- Diccionario de la Literatura Ecuatoriana).
Murió en Quito en el año de 1981.
RAÚL ANDRADE (Quito, 1905-1981)
Ensayista, periodista y dramaturgo. Durante muchos años fue editorialista del diario El Comercio; en los últimos de su vida colaboró con el diario Hoy. La escritura de este autor subyugó a propios y extraños, tanto por su esplendor como por su lucidez implacable. Benjamín Carrión establece: "Una de las figuras totales de nuestra literatura contemporánea es la de Raúl Andrade. Su nombre no puede ser omitido, ya se hable de poesía, como de teatro, de relato como de ensayo, crónica, periodismo de altura.
Para referirse a él es necesario pensar
en aquellos estilistas como Fontenelle, Rivarol, el Cardenal de Retx, que
manejan con señoría y finura, con propiedad y talento, el idioma más claro, y,
al propio tiempo, más sutil y eufeminista del mundo: el francés. Pero también
hay que pensar en quienes a la par que una inmensa, y obvia y sencilla
saturación de cultura -letras, contemplación, adentramiento- tienen una
terrible capacidad de cólera. De cólera tajante y mordiente, pero cuando se resuelve
en Literatura, es siempre bien hablada y castiza..."
EL PERFIL DE LA QUIMERA
RAÚL ANDRADE, periodista y escritor
ecuatoriano. Nació en Quito en 1905 y murió
cilla misma ciudad t:n 1981. Desr.:cndicllte de
próceres lib..:ral~s -su padre estuvo
prosc rito y su tío murió
ascsi:Hldo-. forjó en sí mismo un espíritu
indepcndicntc y
rebcld\!."
!-listoria, ética y cívica -d ijo
lItl:\ " el- las nprcndí dirCC{¡Jtllente de mis
anL..: pasados. Literatura )'
grall1:lLic:l, k yendo y escribiendo. En Cllanto a la geogmlia,
la aprendí camimmdo y I1n
vegando .. :' Fue bohem io. diplomático.
periodista.)' un
viajero intllligabk:
estuvo en Estados
Unid os, tvll!x ico. Cuba,
Centroamérica.
Colombi a. Espm1a,
Francia. Árrica elel
Norte ". C0l110
tan tos pcriodisl:J.S. como
tantos viajeros. se escondió
dctnis dc tllgu nos pscudónilllos: Carlos Ri ga, Jutln de la
Luna. Fmnk Bmnmn ... Sus nllmerOShiilllOS Clrtícu[os de la columna
··Claraboya" SI.!
publicaron simultáncalll
cnt..: du rante casi veinte ailas en treinta diarios d~ Hispano·
américa. entre ellos. El
COII/ercio. de Qu ita; E.,rcéh"ior. de
~x co; El Universal, dt:
Caracas; El Tiempo, de
Bogotá; El Mercurio. de Santiago y Vnl paraíso. y I.a NaciólI.
de [3uenos Aires.
Como Martí,
corno J\rcin icgas,
Uslar-Pictri o José Alvnrudo.
Raúl Andrade
consagró la mayor parte de su
vida al periodismo. Su ohra car..:cc por dlo de la unidad
de propósito
quc advertimos ..:n ,
por ej emplo. la dI.! lll1
noveli!'I;l. Sin embargo.
algunos de sus libros de
ensayos, particularmente El perfil de la
quimera -del que
el presente texto es uno d..:
los siete que lo conforman-son obras maestras del g~nero.
Raúl Andradccultivó un a
proS:1 pn:ciosistü. ue in .... q\1ivoca raigambre modernista.
Destacaron sus páginas Il
l.!nas de imlignación.: ironía. de humor 5C1 rC<lSlico y agudeza
de observación. líneas
redactad<ls con esa indomit<l
lihertad de juicio. es\! cinismo,
esa elegancia)' serlorío v\,;rbrtl
qUe b3brían de COll\ ...... tirlo en el
mayor ensayist;¡
ecuatori;¡llo d..: la
primera mitad del siglu xx. juntu con Gonzalo Zaldumb id ~.
El pe/jil
d.: la quimera
ofrece especi;¡1 intcr0s
por !'u cksriadada visión
de
México, y aun que el autor
provicn..: de UI\ p"is hermano ~con Pilr¡;cido origen racial
7/ Tema y variaciones de
literatura 3
y cultural, con problem<ls
afines- vale la pena reparar en la benéfica distancia de su
mirada, la mirada del
viajero.
Obras principa les: Cocktail
's ( 1937), Gobe/inos de niebla ( 1949),
El perfil de
fa qllimera (1951) Y Barca de papel ( 1980).
VLADIMIRO RlVAS ITURRALDE
O
s decía,
o que ría dec iros, en
ocasión pasada, que ·Ia lejanía
es una
comarca de angustia inventada por los sedentarios. Voy a
trazaros
aquí un esquemático
perfil de esa
quimera de niebla.
No he rebasado,
ciertamente, los
confines del mundo.
He sido un
peregrino pequeño,
apasionado y contemplativo,
que ha ido comprobando en cada esquina
la
relatividad de la sorpresa.
Bien habria querido internanne en e l corazón de
la distancia, perdenne
en la opacidad de los
horizontes, dil uirme en los
caminos sin regreso. Mas, en
el cruce de cada sendero, vigilaba un centurión
con máscara
nntigás y ametrall adora automática.
Carecía del pasaporte
indispensable para poder
taladrar el panorama alambrado y penetrar en la
fortificada lejanía. Con mi
bordón decaña de Indias y mi val ija dc recuerdos
no iba a llegar muy lejos.
A nadie le interesaba conocer mi pensamiento en tomo a
la certeza o la
¡ncerteza de mi escala
marítima y terrestre. Así, por lo menos, las comprobaciones eran más seguras y
exactas, más diáfanas y sinceras que en el caso
de los viaje ros
profesionales, agentes vendedores del paisaje del mundo, que
deben halagar a los
empresarios dd rumbo ac~n ero. Un hondo
y nunca
disfrazado anhelo de partir
había il uminado mis postreros allos adolescentes. Estaba ahíto de la fisonomía
sin alteraciones de mi ciudad natal que, para
mí al menos,
fu era una dura y áspera
madrastra, un terco
monitor, una
72 Raúl Andratle
encolerizada cariátide. Sus
próceres de broma y
mentirijill a, sus glorias
hilarantes, sus convenc
ionales mentiras, habíanme dotado de una personalidad irreverente, cubierta de
una máscara desdeñosa y terri ble de infante
amargo y una aureola harto
envid iable de alquimista de la
burla. Entre la
ciudad y yo se había abierto
la zanja insalvable del rencor y el resentimiento.
La ciudad -y el país-, por
medio de sus burgomaestres, goli ll as, coadjutores
y alguaciles,
me había hecho
entender la conveniencia de
salvar las
distancias y partir. Y así partía
esa lejana mañana de primeros de noviembre
del 44,
el corazón embanderado
de desped idas, musitando
las amargas
estrofas baudelairianas:
Un matin nous partons, le
cervcau plt!in de fl amme,
Le coeur gros de rancunc et dI!désirs amers,
Et nous allons, suivant le
rhythme de la lame,
Ben;anl nolre infini des mers:
Les unsjoyeus de fuir une
palrie infame;
D'autrcs, I'horreur de leurs
berceaux, et quelques-uns,
Astrologues noyés dans les yeux
d'une f\!mme,
La Cireé tyrannique aux clangereux
parfllms.
Me asomaba,
pues, a la
ventana de un
mundo, inédito al
parecer,
ardiendo por sus cuatro
costados, pero dispuesto a restaura r la solidaridad
y la
convivencia, sacudido convu
lsivamente por el frenesí
de la hazaña
heroica. El paquete en que
viajaba era el dueño de l mar. Ondeaba en el palo
mayor de la bandera argentina
-neutral y neutralizada, qui en sabe por qué
misteriosos cun ven ios- a
salvo de desagradables encuentros con el periscopio
alevoso y la espingarda del trueno.
El pétsaje era
pálido y desvaído: una
docena dejudíos tristes,
cuatro bailarinas frívolas y risueñas con destino a
los cabaretes
de Balboa, un
capitan centroeuropeo que
disfrazaba de
neurosis su misión de espía
internaciona l y una pequeña caravana deslucida
e in fonne
de period istas sudamericanos que
iban a tocar los músculos de
acero del Buen Vecino, en
solemne visita a las factorías de la muerte. Alguna
vez, por el límite
del horizonte marino,
la masa gris de un
acorazado se
deslizaba como
una gran rata fantnsma,
mientras desde las
cofas, los
banderines semáforicos
revelaban nu..:stra tranquila identidad de turistas de
la quimera. Pues no otra cosa
que ulla gira alrededor de la quimera es el viaje
de nuestro
ti empo, ya que la
vida actual ha fa
lseado y
adulte rado la
arqu itectura de la
distancia, deformando el panorama simple y el volumen
73 Tcm:.!y var ae ~s de literatura 3
llormnl del mundo. La víspera
de nuestra época, el tiempo corría sin prisa y
el hombre podía, contemplar
primero, y moverse después. Ese orden lógico
y racional de la ex
istenc ia ha sido aparatosamente suprimido. Ahora es
preciso caminnr sin debilidades contemplativns.
Pero la ti erra que estaba
descubriendo no era una tierra en ll amas. Era una
costra infol'llle, paralizada
y tac iturna. En los puertos del
tránsito, hal lábnmos las dársenas desiertas,
las embnrcnciones desmante ladas,
las aduanas
vacías. Los estibadores, bnjo la fin nlluvia
tropical, acudían al llamado de la
sirena del paquebote, con el
extraíio vest ido de etiqueta de la zona
tórridn:
pantalones blancos,
torsos negros y antiguos
y museísticos paraguas. La
fa la z alegria de los
pÍle rtos se había conve
rtido en una tristeL'l
abúlica y
marchita y en una soñolienta desesperanza. No
era nq uel, sin duda,
un
mundo combatiente,
sino un mundo
en prematura derrota,
desnutrido,
opaco y enca nijado,
empavereeido por los ecos de la trl'l gedia. Se ha di cho
que el mundo no es tal C0l110
es, sino tal como queremos m irarlo. No obstante
mi optimista
intención de observador que se in icia,
iba encontrado un
mundo envuelto en den sa
niebla crepuscular. desmoronándose en pedJzos
como un lá z<l ro
trágico, n espaldas de una olv idadiza providencia. Aquí y
allá habían brotado C0 l110
snngrientas arall as y malsanos parásitos, trasgos
dictadores, duendes aviesos, brujas celestinescas. Los países no eran más
que otros
tantos dominios pcrsollJlcs
de esos
endebles hombres fu ertes,
sostenidos por puntales de
oro, de propagandJ y de perfidia a los que no es
posible exterminar
en esta Allléricn
volub le y cambiante,
volcánica y
estrcmcc idn, que,
alguna vez, habrá
que declararla inaugurada
para la
creadorJ función civil y la pOSl\! rg<lcta tarea civil izadora.
"Cuando Espaila se
dividió en dos grandes bandos; de un lado yo, del otro
los demás
-cuéntJse que d~cía
Valle-Inclán- escogí México, porque
su
nombre se escri bía con equ
is". El i lustre manco barbudo, anatematizador y
desencajado, escrutando la c¡lI1a geográfi ca del desti erro, se colocaba bajo
la protección del signo de
las incógnitas algebraicas. Así ll egaría a México
a tejer la aventura illterm
inable de su brazo eX lrav iJdo, a elaborar su leyenda
y realizar su hazníla, entre
la bruma verde de las alucinaciones. Dividido este
pnís, a su vez, en otros dos grandes bandos, partí rumbo a México, no para
coincidir con el ascét ico
capit{11l ~sterciado , ni porque jugando mis cartas
l'lzarfu~ e mi volu
ntadgJIlJda por la incógnita, ni porque la leyenda brav ía
sed uj era mi empolvada
vocación de guerri Il ero sin carabina ni guerrill a. Lo
hi ce si mplemente porque era
el país más distante al que me pennitía
llegar
74 RlUi ¡\lH.lrldc
mi magro monedero de proscrito. Desd~ luego, anhelaba entrar en conocimi ento
con ese discutido
espacio bravío, fragoroso
y ardiente, de
cielo
socarrado por el estampido
constante de las armas de
fuego, dc caminos
orlndos por gigantescos y
decorativos nopales, de ci udades levantadas en
prodigioso alarde
arqu itec tónico sobre el
cieno de
las lagunas muert as;
habitado por charros díscolos
y gallardos de guitarra y revólver cuarenta y
ci nco. inmóviles e
impasibles en el páramo cordill erano,
bajo el sarape de
SU<lves y cali entes
matices de arcoiris, en esa espera estoica de la muerte que
les hiciera murmurar: "si me han de mat<l
r maliana que me maten de una
vez". Anhel<lba,
wmbién, hal lar en el recodo
de la ve da c<ll11pesina, a
aquella voluntariosa y
enigmática nijía Cho le que puebla de r~n jos de cobre
y de broncínea sonoridad la
estampa musica l de la Sonata de Estío, fatigado
y torturado por el recuerdo
de eS<l "Circe tiránica de perve
rso perfume" de
que habla l3audelaire.
Así, pues,
luego de la
travesía plana y sin
incidencias; después de
desembarcar en las
oficinas de higiene de Balboa a
las cuatro bailarinas
risll ell as que, mfls tarde, se asomarí an a las carteleras de la A venida Central
con sus
rostros morenos. sus
sonrisas iguales, sus
scmejallles destinos;
después, también. de
contemplar el espléndido trópico
anti ll ano, con sus
arbitrarios emperadores Jones
y sus siniestros y torvos Smit he
rs: luego de
aspirar a pulmón pleno
la aromosa voluptuosidad de
La Habana, con sus
luces, sus fru tns, sus
mulatas, el barco enfiló la proa rum bo al anuba rrado
puerto de Tampico.
Cuando desembarqué soplaban
por el puel1o, las bocanadas grises de l
viento Nort e.
Lejos quedaba ya la esplendorosa
visión de un
trópico
decorado por esbeltas y
melenudas palmrras, gigantescas orqu ídeas fune·
rales y diminutos caudillos
bárbaros de mestizo barro cocido. El mar ten ía
esa plomiza palidez de las helairas en el alba y panzudas barcazas
desmanteladüS: se balanceaban sobre los
cojines del sueño náutico. Ll egaba en
la
hora de ámbar de los puertos,
cuando se encienden los faro lillos policromos.
se en treabren los soñolientos párpados de las tabernas y
las sirenas tristes y
noct<imbu las, sa len a
pregonar su ajada mercancía. oculta bajo
las blusas
encamadns. Acaso me sinti ese
en esn hom un trashumante héroe de O ' Nei ll
de ngrietado
corazón vagabundo; quizás un
pi·loto de balandra
al garete
evad ido del
escenario brumoso de la de rrota;
bien, un alegre
marinero
internándose a la
de riva por los angostos callejones de la
aventura. Mas,
indudablemente, ya era un
pequeño navegante bachi Ilemdo por las tormen·
75 Tema y variaciones de
literatura 3
tas, que se enfrentaba con la
incógn ita del destino y del desatino. El éxodo
era una
realidad aprehendida en las
ansiosas garras, no
esa esperanza
problemática de otros días.
Llevaba en la garganta el denso sabor de un viejo
ron de Carúpano trasegado
sobre e l mostrador de una taberna marinera de
Puerto Príncipe, la memoria cribada
por las canciones caribes de Toña la
Negra y el alma pacificada y
tranquila en la contemplación del mar.
Se diría que aquel barco
de cautelosa travesía, estaba
inaugurando un
mar inédito, desconocido y
espectral, espacio solitario del
tiburón hambrientoy de la gaviota
acrobática; un mar porel que nadie se hubiese atrevido
a navegar antes de ese
momento y que iba devorando, imperceptiblemente,
la toponimia fantasmagóri ca
del itinerario imprevisto. Desembarcaba,
por
fin, en la rojiza y milenaria tierra de la serpiente y el águila, por la puerta
trasera de una ciudadela
desamparada. Asiento de " los veneros de petróleo",
estación obligada de un
satanás letrado y contabilista, all í quedaba la zona
empalidecida y triste,
estéril y pedregosa, regada por las aguas sombrías del
Pánuco, a cuyas veras, una
marchita human idad roída por la malaria, tiritaba
bajo el azotador e implacable
viento invernal. Porque era invierno entonces,
en los caminos, en las mujeres y en los
árboles. Una coloración de ceniza
otorgaba sus lívidos mati ces
a la vege tación circundante, raída y
plomiza
como la piel de los borricos
muertos y amenazados por las macabras volutas
atirabuzonadas de
los zopilotes voraces.
Me hallaba ante
un escenario
diferente y distante de la de li berada concepción que van edificando en el
recuerdo las lecturas, intuiciones y los relatos. Una historia arrogante, una
epopeya de
crueles fosforecenc ias, una
leyenda de reverberaciones
espantables, formaban una vaporizada bruma imprecisa flotando
sobre e l
paisaje que
iba a contemplar
a lo largo
de ochocientos kilómetros
de
carretera, hasta desembocar,
hacia el crepúsculo, en el extraño resplandorde
fragua que ciñe al horizonte de Méx ico como un cinturón
sangriento. Las
aldeas, las poblaciones, las ciudN:Jes, con sus enrevesados nombres elaborados de equis indescifrables, de tes enhiestas y
de eles languidecientes, se
desenrollaban como
la cinta sin fin de un
documental cinematográfi co.
Melancólicos ranchos
abandonados y campesinos con sombreros de palma,
comidos por la miseria y
cercados por la tuberculosis, acudían a denunciar
inconscientemente, con sus figuras desmedradas y sus rortros
enflaquecidos, la inequívoca realidad de
una revolución escamoteada y diluida,
tras
inútil y
copioso desangre y
barbara crepitar de
hogueras en las
que se
incineró una esperanza y se
frustró una pasión de pueblo, en beneficio del
76 Raül Andrade
generalito matasiete, del
rampante jefecillo sindical y del intelectual confuso, cobarde y melodramático.
Aquel no era un in acostumbrado y sorpresivo
desenlace. Las
revoluciones
hispanoamericanas se identifican
por una
semejanza desobligante: la de la buena intención devorada por el
caudillo
de retaguardia
y el regreso
tardío o temprano
al punto de
partida del
despotismo cínico y de la petu
lancia ineficaz. Pueblos ingobernables suelen
decirde nuestros pueblos los
déspotas desengallados, cuando en el merecido
extrañamiento, se sienten
sacud idos por remolinos de hiel. La verdades más
simple y más escueta, ya que
esos pueblos no han sido más que sistemática
y concienzudamente
desgobernados, golpeados en la columna vertebral de
sus parcos
anhelos, ultrajados por el polizonte
de estrella sobredorada,
engañados por el cazurro
leguleyo que ahora ofrece pan! mañana traicionar,
vendidos por ese auténtico
vendepatrias bribón , agente viajero de la democracia que llega hasta los escalones del trono de cualquier sátrapa mulato
extendiendo una sucia mano de pedigUeño,
con histriónico mascarón de
mártir del ideal y víctima de la convicción libertaria.
Pero las máscaras se
chafan un día bajo las
bofetadas justicieras y asoma intacto el verdoso rostro
de rufián y su mezquina
verdad.
Ascendía por la carretera
escarpada, borden do solemnes brellas macizas
y pendientes
por las que
resbalaba el calosfrío.
Por más que
hiciese
verdaderos esfuerzos por oír
los melodiosos acordes de ingenuas marchas
revolucionarias y creyera
distinguir las secas e indistintas detonaciones de
la fusilería, la verdad era
que la sombra de Pancho Villa, centauro
cruel y
guerrillero indómito,
reposaba definitivamente su largo sueño de ajusticiado. Por los senderos
tortuosos y los veri cuetos serranos, no resonaban ya los
cascos de su nerviosa
cabalgadura. Su espectro estaba confinado entre los
paredones de la leyenda,
custodiado por una guardia inmóvil de fantasmas.
Una e(rónea Y mezquina
comprensión de las perspectivas
históricas había
cedido los
despojos del jefe de la
División del Norte, para usufracto de
folletinistas mediocres y
reporteros de prensa amarilla. No se había querido
entender ni interpretar su
vital significado de personaje telúrico, brotado de
la parda meseta mexicana, para encabezar la protesta armada, frente
a la
plúmbea densidad feudal, a la
vanguardia de sus panterunos "dorados". Lo
que la historia ha desechado,
empero, lo ha reivindicado para sí la leyenda.
Aquel Doroteo Arango de las
primeras incursiones bandoleras que robaba
la res del terrateniente.
dispendioso en París y ava ro en México, no era más
que la tímida e intuitiva
protesta contra un estado de injusticia social, latente
77 Tcma y vnri :l,:iuncs dc
lilemllLr:J 3
y voraz, lamido por las nac ientes ll amaradas de la
revuelta. Lo que en don
Francisco Madero fu era
un apostól ico, incipiente y lángu ido
síntoma de la
tonnenta, en Doroteo Arango,
cuatrero procesado, acosado por las jaurías
federales, se insinuaba
como una torrencial
e incontenible requisitoria
popu lar que demandaba la
humanización de los sistemas y la red istribuc ión
de la pobreza. En
verdad no se intentaba arrebatar
al rico sus mi llonarios
rebaños, ni sustraerle sus
copiosos caudales. Fantasía o certeza,
la plutocracia mexicana dirigida
por la engarfiada
garra de don
Porfirio, había
establecido un vertical
sistema de extorsión que hundía sus agudos puntales
en la entraña del campesino mexic íl llo. Una costra opulenta y fi na recubría
de purpura la desoladora
verdad. Aristocmcia crepuscu lar que descendía del
encomendero, la mexicana, se
vo l<lti li zaba en las espirales de los valses de
Juventino Rosas y en la
molicie de los placeres importados de Francia. Aún
es posible encontrar en los
viejos y altaneros pal<1cios barrocos diseminados
por las inmediaciones de la
Alameda Juárez, de l Paseo de la Reforma y en
los contornos del bosque de
Chapultepec, erizado de barbas ve rdes, el rastro
de ese paso
infuloso. preponderante y agresivo
de aque ll os señorones
cetrinos que
impol1aron él un pá
lido y decadente archiduque I-Iabsburgo,
para darse
el placer de ornamentar a su país con
un postrero resplandor
imperial, sin pcrju icio de mirarlo desvanerse, tan
fantasmal y efímero como
llegara, en el
sonoro cerro de las Campanas, sobre
la gris y roj iza vi ll a de
Querétaro, entre los
encnrnados un iformes de Miramón y
Mej ía que, al
menos con su muerte, tratarían de disimular el escurridizo desbande de la
hora última. Don Porfirio iba
a recibir íntegramente la herencia enmarañada
de ese Méx ico
fu stigado y tac iturno.
Y en lugar
de torcer diestra
y
rápidamente hacia
la auténtica reforma, devino
paternal tutor de una
aristoc racia en nauFragio y fu
stigador impbcable de una colectividad
depauperada y
hambrienta. Por los enarenados senderos
de la Alameda del
novecientos. rondaba el fri
volo y perecido encanto de las sayas abullonadas
y las cinturas increíbles de las beldades crioll as. escoltadas por el antiguo
petill1etre de?lev ita y
corbata plastrón. Los coches victorianos se alineaban
a lo largo dd call ejón de la
Condesa,junto a la Casa de los Azu lejos, frente
a la
fachada desafiante y alt
iva del
Palacio Iturbide. Era el crepúsculo
dorndo. d sueño de la [ll
tima vaca gorda, la plác ida visión de un tiempo que
se hundía blandamente
sin percibir jZls rajaduras terrestres.
De los más altos
árboles de los alrededores
pendían los cuerpos esqueléticos de los ajusticiados en tanto que los
"c ientíficos" preparaban sus meticu losos planes para
78 Raúl I\ndradc
goberna r a la sombra de la
ilustre momia partiriana, por un p lazo de veinte
lustros. La mom ia,
engarabitada y marfi leña, al parecer era inmortal. Sobre
las amplias
avenidas en formación
se cu rvaban los
lomos grises de
pretenciosos edificios
públicos que nunca Ilega rian a conc luirse. Il ulll inada
y ascé t;c .. , surgiria la pequeña estatura estoica de don Franc isco Madero y,
para lelamente, el Daroteo
Arango de la hazaña rural se iría transformando
en ese Pancho Vil la de b
pistola pronln, de la bal;!. certera, de
la sonriente
crueldad; en esa dura alegoría, en suma, de la ira
popu lar, centauresa de l
potro macabro y amazona de la
venganza. Pe ro la más lograda estampa de
la revuelta campesina, la
mfls templnd<t y bravía, recia y bárbara muscu latura
guerri llera, no tiene nada que
la recuerde ni la
nombre, fuera del folletín
trucu lento y la
leyenda sombría. No es que Francisco Villa encarnase con
rectilínea sobriedad la
pasión rebe lde de un
pueblo. Era a lgo más y
algo
menos que eso; encarnaba por
igua l la vi rtud y el defecto, la intuición y el
desconocimiento, e l va
lor y
el miedo, la generosidad
y la sordidez,
la
brutal idad y la tern ura
súbita, el desden a la muert e y a la vida. Para él, parecía
hecho e l fatalista
e impasible decir
popular mex icano: "Si tu ma
l tiene
remed io, ¿por qué te apuras? Y si no tiene remedio,
¿por qué te apuras?"
Vi ll a no amaba ni ambicionaba el poder.
Era una ex traña y contradictoria
fue rza en marcha. Cuando sus
tropas irrumpieron en la ciudad de Méx ico,
Vi lla llegóse con supe
rsticioso respe to a l pa lacio que yergue su arqu itectura
imponente en el lienzo
frontal de l Zócalo. A Ili se tre pó por las escaleras hasta
e l que fuera gabinete de
trabajo de don Franc isco Madero.
Contempló con
con mov ida actitud el sillón
presidencia l y cuentan que sacando su paJluelo
de lunares rojos, limpió el
asiento y e l eStJaldar del historiado butacón, se
sentó en él para volve rse a
levantar enseguida C0l110 impu lsado por secretos
mandatos. Se sabía inferior a
la responsabilidad de gobierno; entendía que
su misión era guerrear, su
aspiración, cngordarvaqui llones en Sil lejana y fria
COmarca durangueña,
su destino, vislumbrado
entre suet1.os, caer
en la
emboscada de los li quidadores del desorden.
Vi ll a fue b
alegoría vita l de un pueblo despe rtando. Nadie puede dudar
acerca de su barbarie alerta.: pero, a qu ien fuera síntesis y expresión de una
circunstancia dramática:
a quien. ignorante
y desposeído. iba
a luc har
instintivamente porque
desapa reciesen el despojo
y la ignorancia
como
fundamentos de una sociedad
soherbia y rampante, ¿cómo podía cxigírsele
moda les civi lizados y procedimientos cultos, cuando se ha visto.
más tarde,
al correr de los ailos.
mariscales ch~lputeando en la sangre y el fango. fi lósofos
79 Tema y variaciones de
literatura 3
encorvados ante el jerarca
bestial, intelectuales entregados a la innoble tarea
de justificar el asesi nato,
mientras recogen las migajas caídas del banquete de
la tiranía? Ocurre que los grandes movimientos
triunfantes suelen acarrear
consigo a una retaguardia
viscosa que hace y deshace la epopeya a su antojo,
escoge y selecciona a sus
héroes, proscribe y difumina a los auténticos y va
formando densa e impenetrable
nata de aceite que comienza por denominarse
"equipo", se
transforma en "casta" y concluye en "oligarquía". La
revolución
mexicana no podía sustraerse
a este fenómeno.
No era difícil descifrar bajo
el áspero cefio y la mueca contraída y amarga
del hombre mexicano, la
dolorida experiencia de un pueblo que concurriera
a su cita con el destino y amaneciera a la
desconcertante comprobación de
que, una vez más, su
revolución le había sido escamoteada, cínicamente,
lúgubremente, sarcásticamente. La
lucha le había
resultado estéril; el
sacrificio, infructuoso.
Algo de eso se
vislumbraba ya en
la novela de
Mariano Azuela, Los de abajo;
mucho de elJo se advertía en la demagogia
pictórica y en la colorinesca
pirotecnia de los murales de Diego Rivera y de
David Alfaro Siqueiros; no
obstante, la certeza total, palpitaba en el rostro
ultrajado del campesino,
emigrando de la comarca familiar. Por ahí marchaban, a la orilla de las
carreteras, caravanas de campesinos desalentados que
iban a laborar la tierra del
Buen Vecino que luchaba en Oriente y Occidente,
en defensa de un espejismo democrático condenado a vivir,
exactamente,
hasta la última hora de
Roosevclt, para concluir asimilando los métodos que
trataba de eliminar.
Yo he visto al
charro pobre, sin sarape ni alamares de
plata, jinete de
jamelgos flacos, despojado de
la canción y del guitarro,
sin bravuconería
folklórica ni matasiete
desplante, vagando por los caminos mexicanos de la
" huasteca", con su
orZt.'l de torti Has endurecidas y su frascuelo de "bacanora",
añorando los tiempos de la
"bola" en que aún era posible jugarse la carta de
la desesperación en el garito de la muerte. Este es el charro-verdad, no el
charro-fábula de
la jarana jalisciense,
puesto en boga
por el burlesco
negretismo y su falsa noción
viril. Aquél es el
charro verídico, fatalista y
desorientado; éste el charro
de serenata que se alquila por horas en la noche
fosforescente, en esa
feria de la canción callejera del Tenampa,
vertedero
de la resaca
nocheriega y última cripta
funeraria del torero tullido
y del
hampón que
olvidó guardarse las espaldas.
Lo he contemplado
también
sobre la
pista de la
feria , las piernas
férreas ciñendo el
vientre de la
cabalgadura encabritada o
subrayando con los "huaraches"
el isócrono y
80 Raúl ¡\ndradc
vivaz bordoneo de los
jarabes. He visto al chan·o en Sil hora
desamparada y
triste, desengañando del
holocausto impulsivo que no le
trajo "tierra ni
li bertad", arrimado
a la torc ida
puerta de su
cabaña, esperando que el
re lámpago de unas nuevas
albas sangrientas anuncie la evasión del espectro
de Francisco Villa.
En vano se
ha intentado vestirle de oropeles
caducos a la
cadavérica
realidad de la revolución.
Del tremendo crisol de la guerra civil
no salieron
cuajadas las soluciones
perseguidas. La tierra le fue arrebatada a su poseedor
prim itivo para adj ud
icársela al audaz e irrisorio generali to de trastienda, al
licenciado de In universidad
de la rapiña, al bronco y emboscado especu lador
de la miseria.
La ti erra, su posesión y
aprovechamiento, le fue hurtada al
creador de la riqueza de los otros: al
campesino paciente y resignado. Las
anchas veredas del agro
mexicano se fueron despoblando progresivamente
mientras en los fúnebres cabaretes de l turismo
-"Cyro's",
"Sans-Souci",
"Medianoche"-,
lideres sindicales de greña atirabuzonada a la Junta Silveti,
quebraban altas y fin as copas de cristal, disputándose
el dividendo pingüe
de la huelga triun fante y
escupiendo por el colmillo la nicotina del habano.
Sin perjuicio,
desde luego, de
empuJiar la luciente
pistola "gangsteril"
disimul ada baj o el
"smocking" de incómoda sobriedad.
Era diciembre y soplaba por
las c;l.lIes un helado viento
medroso. Los
árboles de los paseos y de
las avenidas, quemados por la escarcha, mostraban
sus esqueléticas armazones,
cenicientas y desoladas. La rgas carrocerías de
pura raza
"cadillac", con sus sirenas clesafi antes, anuncinball el paso de los
nuevos afOltunados a quienes
la lotería de la gue rra civil les cedió el premio
gordo. Hinchados y ventrudos,
como ídolos asiáticos sumidos en el
sueño
de opio del engreimiento,
estimul aban In cstentación barroca de sus queridas, ornamentándolas de
tibias pieles polares y
de pesadas pedrerías,
en
tanto que
a lo largo
de las calles,
muchachos desnutridos y lastime
ros,
trataban de reproducir con un
gangoso sonsonete el último bo lero de Agustín
Lara, el cantor cursilón,
verdoso y narc isista que junto a la opu lenla madurez
de María
Félix recordaba a una cucaracha
ca ída por descuido,
en un
provocativo postre de ti·esas con crema "chantilly" .
Pasajero fortu ito de
escarcela vacía pero de cu riosidad millonari a, dime
a medir y comprobar la
misteriosa dimensión de México. Anduve con paso
tardío y
pupila despierta por su recoveco
atrayente, por su profundidad
elástica, por su
topografía sorpresiva.
Durante muchas noches
rondé en
torno al señorío arquitécton
ico, austero y pulcro, del antiguo Colegio de las
8/ Tema y variaciones de
literatura 3
Vizcaínas, de paredones rojizos
y calados ventanales en piedra gris. Entonces comprendí que el esperpento
valle-inclanesco debió nacer a su sombra,
mientras pascaba don Ramón,
con sus amarillentas barbas de hiedra seca y
su fantasmagórica silueta
de aparecido, por
las estrechas y
pavoridas
callejuelas que
lo circundan, con
sus tabernas sórd idas
y sus tugurios
trágicos. Antes del viaje a
México, don Ramón se movía en una atmósfera
saturada del aroma carlista,
en pos de la galante aventura bradominesca. La
estética de lo horrible y
desgnrrado, de lo pavoroso y siniestro
que apunta
en el
esperpento, es consecuencia
indudable del recuerdo
de Méx ico,
insignificante y larvadq
en el primer tiempo, desmesurado y
agresivo más
tarde. Ese j uego del espejo
convexo que advertía Pedro Salinas al
explicar
el origen
del esperpento, es,
sin duda, un
afortunado descubrimiento
li terario, pero una escasa verdad.
Porque en los sombríos pasad
izos mexicanos -San Juan de Letrán, Santa
María la Redonda, calle del
virrey Bucareli y cnll ejón del Degollado- una
extraña y pungente humanidad
bacteriana, il uminada por linternas
verdes,
bulle, gesti cul a, palpita y
se desli za como por un intestino al
descubierto. El
ve rdinegro lépero y el
tarzancsco explotador de esmirriadas damas nocturnas, el
traficante de beleños
ind ígenas, de alucinaciones
satánicas y de
ensueños violetas, el
ciego cantor de la tarde que
concluida la jornada se
desprende la capa de parafina de sus amortecidas pupilas y el pordiosero
baldado de las esquinas que recobra súb itamente el movimiento,
acuden a
la cita nocherniega de la
plazuela de las Vizcaínas por donde rondan pálidas
indiecitas pecadoras y
lúgubres brujas mediterráneas, ofreciendo lacomplacencia lúbrica y la mercancía
inconfesable.
Es la hora de la fiesta
procaz en el aquelarre borracho, regada de mezcal
y de tequi la, de sangre y
purulencia, en tanto que el fumador de marihuana
empuña la
navaja para la
puñalada irresponsable y
el coronelito De la
Gándara trepa por los tejados
y se desliza por las chimeneas como un gato
lasc ivo, seguido muy de
cerca por los sabuesos del Tirano Banderas. Es la
hora del esperpento total, COI1
su uniforme de
andrajos y su séquito
de
musarañas diabóli cas,
de pervertidos illfanzones,
de matones de
rostros
zurcidos, de guitarristas
dementes y aventureras de grandes ojos
michoacanos. El esperpento
nace entre los
últimos resplandores
verde-bilis del
tugurio entreabierto y las
primeras libertadoras luces
del alba. Así va
tomando forma angulosa y
anárquica, bajo la media tinta de la agonía y de
la muerte. Todo
lo que tiene
de goyesca remin iscencia e l
esperpento, se
82 R::IIH Antlrade
retuerce y acusa con vitales
escorzos en la contradictoria retorta mexicana,
fundiéndose en su limo y
revolcándose en su cieno. De
allí saldrá caliente
y chorreante el titular
de las ocho columnas de l rotativo
mexicano que es,
en suma,
un minucioso registro
del suceso sangriento, sin una sola
idea
creadora, sin
un solo destello
de pensamiento esclarecedor
y diáfano.
Cuando la
prensa mexicana se irrita
ante las irreverentes
opiniones del
visitante, el
visitante se encoge
de hombros pensando
que ella misma
constituye la mejor réplica.
No otra cosa que un sucio esperpento de crueles
evidencias y
de funestos perfiles
es el que
traza inconscientemente el
reportero truhán y el miserable "chico de la
prensa".
He afirmado alguna vez que
la mejor novela americana escrita
en los
últimos treinta años es
el Tirano Banderas. Ninguna, en mi concepto, ha
logrado mayor plast icidad de
grupo escu ltórico, ni ha descorrido las cortinas
sucias de la pantomima
política americana, ni ha penetrado con tan lacerante
seguridad en la tramoya de
las dictaduras de Tierra Caliente, como la va lle·
inclanesca diatriba.
Mirando la estampa
adiposa de Maximi no
Ávila
Carnacho, el
sátrapa poblano de
garra larga y
disimulada alevosía, se
podía aprender bastante más
que en los
ensayos sociológicos del señor
Vasconcelos. Allí estaba
enquistado el fibroma que envenena al organismo
mexicano y que se reproduce
con desesperante insistencia, Celda cinco o diez
años. Qué poderosa cal idad
de esperpento ambulante poesía, con su
huma·
nidad tambaleante roída por
la ataxia y su guardia de pistoleros
insomnes.
Víctima de un donjuanismo
seni l y de una funambulesca vanidad, Maximino,
era el
generoso animador de una heterogénea
corte de los mi
lagros,
integrada por la cupletista
otol1al y el torerillo de moda, el charro cantor y
el periodista faméli co, el peluquero de
Sf>ñoras y el charlatán de radio, el
caricaturista ambulante y el
jefe de sindicato obrero. Su sombra se extendía
a lo largo de Méxicocon
temeroso calosfrío. La gran novela de México, que
tiene en
él su más caudaloso
personaje, aún está
esperando al novelista,
que habrá de escribirla. Porque. el novelista
mexicano, como el de otras
latitudes americanas, ha
concluido por estimar que únicamente el hombre de
la gleba
es susceptible de crepturn
para sus fines literarios. Hasta
hoy el
novelista no
ha intentado enfoc<lr
otras zonas y
otros personajes. El
indio, el mesti zo y el
mulato, son sus exhaustos campos de experimentación.
No ha querido penelra r
todavía en ciertas capas sociales por temor, deseo·
nocimiento o,
acaso, por pura
fJlta de imaginación.
Los novelistas de
pretenciosa y pretendida
insurgenc ia -insurgenci a de forma, no de intención
83 T..:m<l y v:tr :u.:io ll c~ de liter<llura J
ni fondo- han pasado de largo
cuando han corrido el riesgo de rozar ciertos
nervios neurálgicos.
Mas no
todo sería rasgo
esperpélllico, estética
terrible o acechanza
maligna en 1:.ll11exicana
peregrinación . El tibio y mañanero sol de invierno
inv itaba a las
largas caminatas por los senderos
de l Paseo de la Reforma
y los túne les verdes del bosque de Chapultepcc . En los primeros,
identificaría a Jules Romains
haciendo corretear a su
lanudo seller escocés; el
bigote entrecano
y el ceño
triste recordaban el
drama de una
Francia
desunida y estremecida al rayrrr
el alba del rencoroso despertar. Romains,
desde su mirador del
rascac ielos de la
Latinoamericana, contemplaba la
espesa arboleda, doblemente
nostálgico de su tierra francesa, por francés y
por ausente. El francés de
esos días repetía COIl incalculable te
rn ura e l ve rso
de Aragón: " Francia tu
nombre escribo" y empezaba a intu ir que, la tierra,
era "algo mus que
la ti erra", vista desde
la abrupta so ledad y la
distancia
tiritante.
Nada, sin emba rgo, más
aterciopelado y tranqui li zador que perde rse por
las callejue las de l bosque,
prodigioso muestrario vegetal, ínsula
verde en
medio de la topografía cenic
ienta, refugio sedeño y blando de los ausentes
de otras tierras. Mientras las gentes rugen en las calles y se
asfix ian en los
tranvfas, hapultep~c
permanece extrm1amente solitario,
habitado por
pájaros inverosímiles y por
hurañas "misses" esqueléticas
que llevan
bajo el
brazo suaves nove las
de Elynor Glynn
o pesados textos
de
filosofía teutona. De tarde
en tarde, el silencio selvático es quebrado por e l
trope l de
un pequeño escuadrón
de charros que
marcha a l picadero
para el diario entrenamiento de la proeza. No hay rumor de ciudad en el
refugio grato.
La fronda amortigua
los broncos ruidos
urbanos y por la
rampa de piedra de l alcáza
r, ruedan las sombras de la emperatriz demente
y del
fusilado emperador de las barbas de oro. El
turista no ll ega a
estos
lugares de med itación y de reposo.
Allá se queda girando en tomo
a los
escaparates de
la Avenida Madero,
en busca de l
asombroso sOllvenil'
que ac rediHlrá su
permanencia en México 0 , bien, loma
pasaje tranv iario
para mirar
la tarjeta postal
de Xoch imilco, con
sus barcazas floridas
y
sus canales
pestífer0s, sus merenderos
de ardientes salsas
y sus chi nas
poblanas reclutadas en la
Avetlida ÁI\'a l'O Obregón. Paresa es inapreciable,
encantador y deslumbrante. el
musgoso y al10so bosque de Chapultepec, de
noche clausurada
para el viandante,
pero de pródiga mañana generosa,
84 abierta para
el hombre que
extra\'ió su horizonte
y jamás volverá a
capturarlo.
La calle mexicana es un inesperado bazar de la sorpresa, de todas
las
sorpresas. En ella, durante los primeros días ásperos y
desconcertantes, se
tiene la sensación de que esa
humanidad que habita en los frescos pictóricos
con que
han sido embadurnados
los venerables muros de
los palacios
mexicanos, se ha
volcado subitamenk por la
ciudad, sin permiso de sus
autores o de sus guardianes,
":11 una silenciosa
manifestación de protesta.
Cabe en
verdad preguntarse si e l arte
ha imitado a
la naturaleza o la
naturaleza ha imitado al
arte. Porque en el t.: aso de ese supuesto amanecer de
un arte nuevo en la pintura
mexicana, séame perm it ido oponer una rotunda
negativa. Las fórmulas
francamente demagógicas de la pintura mexicana no
constituyen el
despuntar de una alba
artíst ica . Constituyen un engañoso
espej ismo, tramposo y
desleal, que no persigue más que exhibición , escándalo y propaganda destinada
a traducirse en art ificiales valoraciones. Se ha
convenido en que el deber
fundamental del pintor consiste en
pintar, no en
embadurnar con petulante
desdén hacia las inalterables leyes de la pintura.
La fórmula
pretenciosa de la " pintura sociológka" resulta, a
la luz de la
lámpara del amilisis, tan inconsistente y absurda COIllO la de la "poesía de
combate" . O se hace pintura
o se hJl.:e sociología, o se hace poesía o se hace
polémica; la fusión o In
duplicidad de intenciólI en la pintura o
en la poesía.
desvirtúan su I1l isión
esencial. No es preciso, para real izar obra de con ten ido
revolucionario, trazar un cuadro
como quien traza un .plan
de batall a o
escribir un poema como quien
editorializa para un periód ico de partido. La
sensibilidad, la capacid;:¡d
de captar la angusti a
circundante, util izarla y
expresarla con sincero
y desnudo propósit o, son más
que sufkientes y,
excesivas tal vez, para la
reali zación de la ubra destinada ¡) perdurar,
por
sobre momenráneas mareas
políticas y dt':libe radas
orientaciones. Si algo
contribuyó a aclarar
notablemente mi manera de estimar el hecho político
mexicano, fue la
lenta y obstinada
cOlltemplación de la
obm visible de
quienes soberbiamente se
denolll inan a si mismos los "grandes de la pintura
contemporánea" . De
ellos, únicamente Orozco
posee auténtica I.:statura
creadora. Que en t.:uanto a
Diego Rivera y a Siqueiros \10 pasarán
de ser la
simple anécdota del arte
contemportlneo y la historia recogerá sus nombres
a la hora de estableCer
responsabilidad!!!) en el asesinato de
León Trotski . El
auge de pura cepa "snob" que obtuvo hace quince o veinte años la
pinlUfa
de estos dos hábil es aJIIl
in istradorcs del desplante, ha caducado. A 19una vez
85 T<!11l3 Y variaciones de literatura 3
habrá oportunidad de extenderse acerca de esa pretendida rebe li
ón de los
pintores -que
ciel10 apresurado y
deslumbrado crítico centroamericano,
trató infructuosamente de
explicar- en un capítulo que podría titularse, más
O menos: "Los pintores, los frescos y otros frescos ...
Es de
la call e de
donde surge, hilarante reverso
del medallón de la
tragedia, la figura simbólica
de Cantinflas, con su azarosa verbosidad
y su
disparatada terminología.
Cantinflas es un resumen y un trasunto de la hora
mexicana que se debate en tre
dos luces mortecinas. Tal como Pancho Villa
fuera la
recia alegoría de un pueblo
en armas, Cantinflas
es la burlona
alegoría de un pueblo de derechos arrebatados y esperanzas
escamoteadas
que ríe sin fatiga para
eludir el ll anto. No es el hombre de México inclinado
a la ll orosa resignación del de olros
climas. Atisba y previene mientras le
llega la hora de j uzga
r. En tanto lanza su "c lown"
a la arena del picadero,
le delega su irónica protesta
y expresa con su lenguaje enrevesado y caótico,
la concepción de ti empo y de
su drama. He oído las más contradictorias y
audaces opi niones acerca de
esa indómita fi erec illa, nacida como un hongo
de burla, bajo las
candilejas de un teatro de relajo
de San Juan de Letrán.
No es
el genial gemelo
de Charlot, ni
su réplica, ni
su consecuencia.
Cantinflas es la concreción del drama mexicano en función de
broma; es la
conversión de lo barroco a lo
grotesco; es la evasión formal de la tragedia
y el
advenimiento del disparate,
danzando sobre la
panza azulenca del
olvidado cadáver del guerrillero.
El melodrama ha devenido sainete
y, la
tragedia,jacarandoso fin de
fie sta. Como un pequeño duende trascendental,
Cantinflas ha reclamado
la palabra para decir e l
caos de su espacio y
la
anarquía de su
tiempo, frente a un
auditorio de diferentes reacciones:
el
docto indignado lojuzga
estúpido, el inocente del cielo lo
supone modelado
en la divina arcilla del
donaire. Acaso uno y otro se hallen equivocados y no
acierten a entender que,
Cantinflas, no es otra cosa que la tímida rebelión del
hombre que ha
perdido la costumbre de rebelarse
e ignora contra qué
y
contra quienes liene el deber
de rebelarse.
"Vaya al mercado de La
Lagun ¡llay encontrará lacunadel canlinjlismo ",
dijome un entrañable amigo de
mis mejores horas mexicanas. Allá fui
una
mañana, a recorrer de punta a
punta, la prodigiosa feria del disparate. Desde
la aralla de cristal hasta
el pedazo de herradura,
podian adquirirse en sus
atiborrados barracones. Mas
no era aquello lo característ'ico
del lugar. Era
la fabla indescifrable.
arbitraria y heroica, que empleaban los vendedores de
baratijas para deslumbrar a
los atentos auditorios. El charlatán callejero tan
86 Raúl Andrade
familiar a los mercados
criollos, posee alli un título
o dignidad especial.
Merolico lo designa el pueblo
mexicano y es ese nombre como un diploma
de bachiller de la sagrada
elocuencia de la feria. Cualqui era de ellos podría
reemplazar con ventaja a
Cantintlas y muchos de ell os desempeñarían con
mayor dignidad, aquí y al lá,
las ceremoniosas diputaciones parlamentarias.
Qué indescriptibles giros y
qué- onomatopéyicos absurdos suelen oírse en las
barracas de los merolicos.
Sólo que éstos, al fin , únicamente juegan con la
credu lidad de sus
auditorios, jamás con los destinos de su
pueblo.
Así recorrí y medí la va ria
dimensión mexicana. José Bergamín, albacea
del pensamiento de Unamuno en
el destierro, me ofreció, cordial, un asiento
asudiestraen la meridiana
tertuliadeAI 's. Petere, García Bacca,
Paco Giner
y el pintor cordobés
Rodríguez Luna, fueron mis contertulios habituales. La
comprensiva masonería del exi
li o me aceptó entre su fil as de nostalgia, de
indignac ión y de recuerdo.
No iba a quedamos más remedio que esperar que
el mundo
quisiera cambiar de
signo y que
la perfidia política
quisiera
regresar a su cubil. Decrecía el incend io, y sobre las lejanas comarcas de
Hiroshima y Nagasaki, descendla la
muerte sim ultánea en su paracaídas
de fuego . Desde la mesa de
café contemplábamos amanecer una era aún más
dramática y amenazadora que
la que habíamos visto morir. El mundo se iba
quedando desierto
de hombres buenos,
ganado por la
invasión de los
espectros. Yo miraba a las
gentes, a los árboles y a las call es, por última vez.
No volvería nunca a
contemplar los balcones floridos de bugambillas de una
distante Nii'ia Cha le de
la call e de Londres; tampoco volvería a
estrechar la
menuda mano de nácar de María Asúnsolo, dulce ejemplar de mujer sin
tiempo, altiva y funeral como una orquídea, insular y extraviado nenúfar
fl otando sobre la ciénaga
florida .
Ya había desgarrado la
lejanía, ya había levantado
las cortinas de la
distancia, ya había tendido m
i corazón a secar al sol de los crepúsculos de
otoño. Penetré
por Tampico y salí por AcapuJco.
Había trazado sobre el
paisaje de México una gran
línea diagonal de noreste a sudoeste tal y como
hacen los contabilistas con las
facturas revisadas. Había trabado
conocimie nto con e l
perfil de la qu
imera y
anhe laba partir de
nuevo,
desinteresadamente. acaso si
acuciado por la definición baudelairiana:
"Los verdaderos viajeros
son aque ll os que parten por partir y sin saber
por qué, dicen siempre:
partamos .. :'
Cerraba, pues,
aquel balance anual de mi
sentimiento con una afirmación: el destierro; con una negación: la másca ra caída de la quimera. Había
87 Tema y variaciones de
literatura J
aprendido aentenderel mundo y
a vislumbrar el secreto de la sabiduría que,
tal vez,
consista únicamente, no en prelender que
los demás sean como
nosotros, sino, en no parecerse a los demás, senci ll amente.
LINKS:
BIBLIOGRAFÍA
Ensayo: Cocktails (Quito, 1937);
Gobelinos de niebla (Quito, 1943); El perfil de la quimera (Quito, 1951); La
internacional negra en Colombia (Quito, 1954); Crónicas de otros lunes (Quito,
1980); Barcos de papel (Quito, 1981); Claraboya (Quito, 1990); Viñetas del
mentidero (Quito, 1993). Teatro: Suburbio (Quito, 1931)