martes, 18 de diciembre de 2012


RAÚL ANDRADE (Quito, 1905-1983)


Cultivó todos los géneros, el teatro, el relato, la biografía, la crítica literaria y, fundamentalmente, la crónica periodística. Fundador, junto al gran pintor Camilo Egas, de la revista vanguardista Hélice (1926). En los años 40 publicó sus “Viñetas del mentidero” en el diario El Telégrafo de Guayaquil. Con su columna “Claraboya” colaboró por mucho tiempo en el diario El Comercio, y en los últimos años de su vida en Hoy. Cronista de su tiempo y de Quito, ciudad a la que supo retratar desde la memoria, la alucinación de personajes y fantasmas que le han dado esa dimensión mítica y de leyenda; escorzos con los que la sujetó en los estribos de la nostalgia y de una ambigua modernización. Su condición de crítico acervo del acontecer político lo llevó a ejercer el artículo de análisis de coyuntura y a enfrentar amenazas y a ser objeto de agresiones. Su columna, “Periscopio nacional” publicada en la revista guayaquileña Vistazo da cuenta de esta etapa. Andrade revistió a la crónica, como a la prosa, de una magia en la que se juntan poesía y prosaísmo de tal forma que cada texto suyo es una revelación.
Muchos artículos y ensayos de Andrade están diseminados en revistas y diarios de Ecuador y América Latina, otros logró reunir en libros como:
  • Cocktails (Quito, 1937);
  • Gobelinos de niebla (Quito, 1943);
  • El perfil de la quimera (Quito, 1951);
  • La internacional negra en Colombia (Quito, 1954);
  • Crónicas de otros lunes (Quito, 1980);
  • Barcos de papel (Quito, 1981);
  • Claraboya (Quito, 1990);
  • Viñetas del mentidero (Quito, 1993).
Periodista, dramaturgo y ensayista quiteño nacido el 4 de octubre de 1905, descendiente de una familia muy ilustre y notable por su participación en la vida política del Ecuador: Su padre fue el Sr. Raúl Andrade Moscoso, hijo del Crnel. Carlos Andrade Rodríguez, uno de los principales luchadores del liberalismo; y sus tíos abuelos, el Gral. Julio Andrade y el político y escritor Roberto Andrade.
Sus primeras letras las recibió en las escuelas San Luís Gonzaga y Municipal Espejo, y continuó la secundaria en el Instituto Superior Mejía que en 1922 -por razones económicas y por discrepancias políticas con sus profesores- tuvo que abandonar sin alcanzar ningún título.




Se trasladó entonces a vivir en Guayaquil donde le tocó asistir a la Revolución del 15 de noviembre de 1922, y a mediados del año siguiente ingresó como periodista a la redacción de El Telégrafo, donde sus artículos aparecieron bajo el seudónimo de Carlos Riga. Cinco años más tarde volvió a Quito para fundar junto a su amigo el pintor Camilo Egas y otros escritores y artistas más, la revista de arte y literatura “Hélice”, en la que colaboraron además distinguidos poetas y escritores de la talla de Gonzalo Escudero, Jorge Reyes, Pablo Palacio y Alfredo Gangotena, entre otros.

Luego de ejercer el periodismo durante varios años, en 1944 “mal visto por La Gloriosa de mayo a causa de su mordaz crítica a la figura de Velasco Ibarra, Andrade buscó el exilio. Así, recorrió México y Cuba, para instalarse finalmente en Colombia” (Javier Ponce.- El Universo, Ago. 28 / 2005).
Posteriormente ingresó al servicio exterior en el que desempeñó diferentes cargos diplomáticos en varios países de América y Europa, pero sin descuidar sus actividades periodísticas, por lo que sus artículos continuaron apareciendo en El Tiempo, de Bogotá; El Comercio, de Quito; y El Telégrafo, de Guayaquil.


Su extensa obra es rica y variada, y abarca desde el teatro hasta el ensayo biográfico: Tal es el caso de “Suburbio”, comedia en dos actos que fue estrenada y publicada en Quito en 1931; “Cocktails”, en la que recopila varias crónicas políticas y literarias publicadas en los periódicos La Mañana y Zumbambico; “Gobelinos de Niebla” y “El Perfil de la Quimera”, ensayos literarios publicados en 1937 y 1951 respectivamente; “La Internacional Negra en Colombia y otros ensayos”, en 1954; “Julio Andrade, Crónica de una Vida Heroica”, en 1962; y muchas más en las que hace gala de su amplia cultura y extraordinario talento literario.

“Su vida ha estado llena de episodios relevantes. Escritor fino, de ágil y moderno estilo que constituye sin lugar a duda uno de los valores de nuestra literatura contemporánea... Ninguna visión de las letras ecuatorianas puede ser completa si está ausente su pequeña y enhiesta figura... Dueño de un estilo personalísimo que se inicia en la pasión que conlleva toda causa digna, alza su voz que abruma para volverla contra el muro que detiene el desarrollo de la sociedad; comenta, critica, impreca, construye siempre, salva su conciencia del mar de lo que mira frente a sí o se zambulle en el turgente océano de la metáfora dicha en prosa” (F. y L. Barriga López.- Diccionario de la Literatura Ecuatoriana).
Murió en Quito en el año de 1981.







RAÚL ANDRADE (Quito, 1905-1981)


Ensayista, periodista y dramaturgo. Durante muchos años fue editorialista del diario El Comercio; en los últimos de su vida colaboró con el diario Hoy. La escritura de este autor subyugó a propios y extraños, tanto por su esplendor como por su lucidez implacable. Benjamín Carrión establece: "Una de las figuras totales de nuestra literatura contemporánea es la de Raúl Andrade. Su nombre no puede ser omitido, ya se hable de poesía, como de teatro, de relato como de ensayo, crónica, periodismo de altura.

Para referirse a él es necesario pensar en aquellos estilistas como Fontenelle, Rivarol, el Cardenal de Retx, que manejan con señoría y finura, con propiedad y talento, el idioma más claro, y, al propio tiempo, más sutil y eufeminista del mundo: el francés. Pero también hay que pensar en quienes a la par que una inmensa, y obvia y sencilla saturación de cultura -letras, contemplación, adentramiento- tienen una terrible capacidad de cólera. De cólera tajante y mordiente, pero cuando se resuelve en Literatura, es siempre bien hablada y castiza..."



EL PERFIL DE LA QUIMERA
 


  


RAÚL ANDRADE, periodista y escritor ecuatoriano. Nació en Quito en 1905 y murió
cilla misma ciudad t:n  1981.  Desr.:cndicllte  de  próceres lib..:ral~s -su padre estuvo
prosc rito y su tío murió ascsi:Hldo-. forjó en sí  mismo un  espíritu  indepcndicntc y
rebcld\!." !-listoria,  ética y cívica  -d ijo  lItl:\  " el- las nprcndí  dirCC{¡Jtllente  de  mis
anL..: pasados. Literatura )' grall1:lLic:l, k yendo y escribiendo. En Cllanto a la geogmlia,
la aprendí camimmdo y I1n vegando .. :' Fue bohem io.  diplomático. periodista.)' un
viajero  intllligabk:  estuvo  en  Estados  Unid os,  tvll!x ico.  Cuba,  Centroamérica.
Colombi a.  Espm1a,  Francia.  Árrica  elel  Norte  ".  C0l110  tan tos  pcriodisl:J.S.  como
tantos viajeros. se escondió dctnis dc tllgu nos pscudónilllos: Carlos Ri ga, Jutln de la
Luna. Fmnk Bmnmn ...  Sus nllmerOShiilllOS Clrtícu[os de la columna ··Claraboya" SI.!
publicaron simultáncalll cnt..: du rante casi veinte ailas en treinta diarios d~ Hispano·
américa. entre ellos. El COII/ercio. de Qu ita; E.,rcéh"ior. de  ~x co; El Universal, dt:
Caracas; El Tiempo, de Bogotá; El Mercurio. de Santiago y Vnl paraíso. y I.a NaciólI.
de [3uenos Aires.
Como  Martí,  corno J\rcin icgas,  Uslar-Pictri  o José  Alvnrudo.  Raúl  Andrade
consagró la mayor parte de su vida al periodismo. Su ohra car..:cc por dlo de la unidad
de  propósito  quc  advertimos  ..:n ,  por ej emplo. la  dI.!  lll1  noveli!'I;l.  Sin  embargo.
algunos de sus libros de ensayos, particularmente El perfil de  la quimera -del  que
el presente texto es uno d..: los siete que lo conforman-son obras maestras del g~nero.
Raúl Andradccultivó un a proS:1 pn:ciosistü. ue in .... q\1ivoca raigambre modernista.
Destacaron sus páginas Il l.!nas de imlignación.: ironía. de humor 5C1 rC<lSlico y agudeza
de observación. líneas redactad<ls con esa indomit<l  lihertad de juicio. es\! cinismo,
esa  elegancia)' serlorío  v\,;rbrtl  qUe  b3brían  de COll\ ...... tirlo  en  el mayor  ensayist;¡
ecuatori;¡llo d..:  la  primera mitad del siglu xx. juntu con Gonzalo Zaldumb id ~.
El  pe/jil  d.:  la  quimera  ofrece  especi;¡1  intcr0s  por !'u  cksriadada  visión  de
México, y aun que el autor provicn..: de UI\ p"is hermano ~con Pilr¡;cido origen racial
7/ Tema y variaciones de literatura 3
y cultural, con problem<ls afines- vale la pena reparar en la benéfica distancia de su
mirada, la mirada del viajero.
Obras principa les: Cocktail 's ( 1937), Gobe/inos de  niebla ( 1949), El perfil de
fa  qllimera (1951) Y Barca de papel ( 1980).
VLADIMIRO  RlVAS ITURRALDE
O
s  decía,  o  que ría  dec iros, en  ocasión  pasada, que ·Ia  lejanía  es  una
comarca de  angustia inventada  por los sedentarios.  Voy  a trazaros
aquí un  esquemático  perfil  de  esa  quimera  de  niebla.  No  he  rebasado,
ciertamente,  los  confines  del  mundo.  He  sido  un  peregrino  pequeño,
apasionado y contemplativo, que ha  ido comprobando en cada esquina la
relatividad de la sorpresa. Bien habria querido internanne en e l corazón de
la distancia,  perdenne  en  la opacidad de  los  horizontes,  dil uirme  en  los
caminos sin regreso. Mas, en el cruce de cada sendero, vigilaba un centurión
con  máscara  nntigás  y  ametrall adora  automática.  Carecía  del  pasaporte
indispensable para poder taladrar el panorama alambrado y penetrar en la
fortificada lejanía. Con mi bordón decaña de Indias y mi val ija dc recuerdos
no iba a llegar muy lejos.
A nadie le  interesaba conocer mi pensamiento en tomo a la certeza o la
¡ncerteza de mi escala marítima y terrestre. Así, por lo menos, las comprobaciones eran más seguras y exactas, más diáfanas y sinceras que en el caso
de los viaje ros profesionales, agentes vendedores del paisaje del mundo, que
deben halagar a los empresarios dd rumbo  ac~n ero. Un hondo y nunca
disfrazado anhelo de partir había il uminado mis postreros allos adolescentes. Estaba ahíto de la fisonomía sin alteraciones de mi ciudad natal que, para
mí  al menos,  fu era  una  dura  y  áspera  madrastra,  un  terco  monitor,  una
72 Raúl Andratle
encolerizada cariátide.  Sus  próceres  de  broma y  mentirijill a,  sus glorias
hilarantes, sus convenc ionales mentiras, habíanme dotado de una personalidad irreverente, cubierta de una máscara desdeñosa y terri ble de infante
amargo y una aureola harto envid iable de alquimista de  la burla.  Entre  la
ciudad y yo se había abierto la zanja insalvable del rencor y el resentimiento.
La ciudad -y el país-, por medio de sus burgomaestres, goli ll as, coadjutores
y  alguaciles,  me  había  hecho  entender la  conveniencia  de  salvar  las
distancias y partir. Y así partía esa lejana mañana de primeros de noviembre
del  44,  el  corazón  embanderado  de  desped idas,  musitando  las  amargas
estrofas baudelairianas:
Un matin nous partons, le cervcau plt!in  de fl amme,
Le  coeur gros de rancunc et dI!désirs amers,
Et nous allons, suivant le rhythme de la lame,
Ben;anl nolre infini  des mers:
Les unsjoyeus de fuir  une  palrie infame;
D'autrcs, I'horreur de leurs berceaux, et quelques-uns,
Astrologues noyés dans  les yeux  d'une f\!mme,
La Cireé tyrannique aux  clangereux  parfllms.
Me  asomaba,  pues,  a  la  ventana  de  un  mundo,  inédito  al  parecer,
ardiendo por sus cuatro costados, pero dispuesto a restaura r la solidaridad
y  la  convivencia, sacudido  convu lsivamente  por  el frenesí  de  la  hazaña
heroica. El paquete en que viajaba era el dueño de l mar. Ondeaba en el palo
mayor de la bandera argentina -neutral y neutralizada, qui en sabe por qué
misteriosos cun ven ios- a salvo de desagradables encuentros con el periscopio
alevoso y  la  espingarda  del trueno.  El  pétsaje  era  pálido  y desvaído:  una
docena dejudíos tristes, cuatro bailarinas frívolas y risueñas con destino  a
los  cabaretes  de  Balboa,  un  capitan  centroeuropeo  que  disfrazaba  de
neurosis su misión de espía internaciona l y una pequeña caravana deslucida
e  in fonne  de period istas sudamericanos que  iban  a tocar los músculos de
acero del Buen Vecino, en solemne visita a las factorías de la muerte. Alguna
vez,  por el límite  del  horizonte  marino,  la masa gris  de  un  acorazado se
deslizaba  como  una  gran rata  fantnsma,  mientras  desde  las  cofas,  los
banderines semáforicos revelaban nu..:stra tranquila identidad de turistas de
la quimera. Pues no otra cosa que ulla gira alrededor de la quimera es el viaje
de  nuestro  ti empo,  ya  que  la vida  actual  ha  fa lseado  y  adulte rado  la
arqu itectura de la distancia, deformando el panorama simple y el volumen
73 Tcm:.!y var ae ~s de  literatura 3
llormnl del mundo. La víspera de nuestra época, el tiempo corría sin prisa y
el hombre podía, contemplar primero, y moverse después. Ese orden lógico
y racional de  la  ex istenc ia  ha  sido aparatosamente suprimido. Ahora  es
preciso caminnr sin  debilidades contemplativns.
Pero la ti erra que estaba descubriendo no era una tierra en ll amas. Era una
costra infol'llle, paralizada y tac iturna.  En los puertos del tránsito, hal lábnmos las dársenas desiertas,  las embnrcnciones desmante ladas,  las aduanas
vacías.  Los estibadores, bnjo la fin nlluvia tropical, acudían al llamado de la
sirena del paquebote, con el extraíio vest ido de etiqueta de  la zona tórridn:
pantalones  blancos,  torsos  negros  y antiguos  y museísticos paraguas.  La
fa la z alegria  de los  pÍle rtos se  había conve rtido  en una  tristeL'l  abúlica y
marchita  y en una soñolienta desesperanza.  No  era  nq uel, sin  duda,  un
mundo  combatiente,  sino  un  mundo  en  prematura  derrota,  desnutrido,
opaco y enca nijado, empavereeido por los ecos de la trl'l gedia. Se ha di cho
que el mundo no es tal C0l110 es, sino tal como queremos m irarlo. No obstante
mi  optimista  intención de  observador  que  se  in icia,  iba  encontrado  un
mundo envuelto en den sa niebla crepuscular. desmoronándose en pedJzos
como un  lá z<l ro  trágico, n espaldas de  una  olv idadiza providencia. Aquí  y
allá habían brotado C0 l110 snngrientas arall as y malsanos parásitos, trasgos
dictadores,  duendes aviesos,  brujas celestinescas.  Los países no eran más
que  otros  tantos  dominios pcrsollJlcs de  esos  endebles  hombres fu ertes,
sostenidos por puntales de oro, de propagandJ y de perfidia a los que no es
posible  exterminar  en  esta  Allléricn  volub le  y  cambiante,  volcánica  y
estrcmcc idn,  que,  alguna  vez,  habrá  que  declararla  inaugurada  para  la
creadorJ función  civil y la pOSl\! rg<lcta  tarea civil izadora.
"Cuando Espaila se dividió en dos grandes bandos; de un lado yo, del otro
los  demás  -cuéntJse  que  d~cía  Valle-Inclán- escogí México, porque  su
nombre se escri bía con equ is". El i lustre manco barbudo, anatematizador y
desencajado, escrutando  la c¡lI1a geográfi ca del  desti erro, se colocaba bajo
la protección del signo de las incógnitas algebraicas. Así ll egaría a México
a tejer la aventura illterm inable de su brazo eX lrav iJdo, a elaborar su leyenda
y realizar su hazníla, entre la bruma verde de las alucinaciones. Dividido este
pnís,  a su vez, en otros dos grandes  bandos, partí rumbo a México, no para
coincidir con el ascét ico capit{11l  ~sterciado ,  ni porque jugando mis cartas
l'lzarfu~ e mi volu ntadgJIlJda por la incógnita, ni porque la leyenda brav ía
sed uj era mi empolvada vocación de guerri Il ero sin carabina ni guerrill a. Lo
hi ce si mplemente porque era el país más distante al  que me pennitía llegar
74 RlUi ¡\lH.lrldc
mi  magro monedero de proscrito.  Desd~ luego, anhelaba entrar en  conocimi ento  con  ese  discutido  espacio  bravío,  fragoroso  y  ardiente,  de  cielo
socarrado por el  estampido  constante  de  las armas de  fuego, dc  caminos
orlndos por gigantescos y decorativos nopales, de ci udades levantadas en
prodigioso  alarde  arqu itec tónico  sobre el cieno  de  las  lagunas  muert as;
habitado por charros díscolos y gallardos de guitarra y revólver cuarenta y
ci nco. inmóviles e impasibles en el  páramo cordill erano, bajo el sarape de
SU<lves y cali entes matices de arcoiris, en esa espera estoica de la muerte que
les  hiciera murmurar: "si me han de mat<l r maliana que me maten  de una
vez".  Anhel<lba,  wmbién,  hal lar  en  el  recodo  de  la ve da c<ll11pesina, a
aquella voluntariosa y enigmática nijía Cho le que puebla de r~n jos de cobre
y de broncínea sonoridad la estampa musica l de la Sonata de Estío, fatigado
y torturado por el recuerdo de eS<l  "Circe tiránica de perve rso perfume" de
que habla l3audelaire.
Así,  pues,  luego  de  la  travesía  plana  y sin  incidencias;  después  de
desembarcar en  las  oficinas de  higiene de  Balboa a  las cuatro  bailarinas
risll ell as que, mfls  tarde, se asomarí an  a las carteleras de la A venida Central
con  sus  rostros  morenos.  sus  sonrisas  iguales, sus scmejallles  destinos;
después, también.  de  contemplar el espléndido trópico  anti ll ano,  con sus
arbitrarios emperadores Jones y sus siniestros y  torvos Smit he rs:  luego de
aspirar a  pulmón pleno  la aromosa  voluptuosidad de La  Habana,  con sus
luces, sus fru tns, sus mulatas,  el barco enfiló la  proa rum bo al  anuba rrado
puerto de Tampico.
Cuando desembarqué soplaban por el  puel1o, las  bocanadas grises de l
viento  Nort e.  Lejos  quedaba  ya  la  esplendorosa  visión  de  un  trópico
decorado por esbeltas y melenudas palmrras, gigantescas orqu ídeas fune·
rales y diminutos caudillos bárbaros de mestizo barro cocido. El mar ten ía
esa plomiza palidez de  las helairas en el alba y panzudas barcazas desmanteladüS:  se balanceaban sobre los cojines del sueño náutico. Ll egaba en  la
hora de ámbar de los puertos, cuando se encienden los faro lillos policromos.
se en treabren  los soñolientos párpados de las tabernas y las sirenas tristes y
noct<imbu las, sa len a pregonar su ajada mercancía. oculta bajo  las blusas
encamadns. Acaso me sinti ese en esn hom un trashumante héroe de O ' Nei ll
de  ngrietado  corazón  vagabundo; quizás  un  pi·loto  de  balandra  al garete
evad ido  del  escenario  brumoso  de  la  de rrota;  bien,  un  alegre  marinero
internándose  a  la de riva  por  los angostos callejones de  la  aventura.  Mas,
indudablemente, ya era un pequeño navegante bachi Ilemdo por las tormen·
75 Tema y variaciones de literatura 3
tas, que se enfrentaba con la incógn ita del destino y del desatino. El éxodo
era  una  realidad  aprehendida  en las  ansiosas  garras,  no  esa  esperanza
problemática de otros días. Llevaba en la garganta el denso sabor de un viejo
ron de Carúpano trasegado sobre e l mostrador de una taberna marinera de
Puerto Príncipe, la memoria cribada por las  canciones caribes de Toña la
Negra y el alma pacificada y tranquila en la contemplación del mar.
Se diría que aquel barco de  cautelosa travesía, estaba inaugurando  un
mar  inédito, desconocido  y  espectral, espacio solitario  del tiburón  hambrientoy de la gaviota acrobática; un mar porel que nadie se hubiese atrevido
a navegar antes de ese momento y que iba devorando, imperceptiblemente,
la toponimia fantasmagóri ca del  itinerario imprevisto. Desembarcaba, por
fin,  en la rojiza y milenaria tierra de  la serpiente y el águila, por la puerta
trasera de una ciudadela desamparada. Asiento de " los veneros de petróleo",
estación obligada de un satanás letrado y contabilista, all í quedaba la zona
empalidecida y triste, estéril y pedregosa, regada por las aguas sombrías del
Pánuco, a cuyas veras, una marchita human idad roída por la malaria, tiritaba
bajo el azotador e implacable viento invernal. Porque era invierno entonces,
en los  caminos, en las mujeres y en los árboles.  Una coloración de ceniza
otorgaba sus lívidos mati ces a la vege tación  circundante, raída y plomiza
como la piel de los borricos muertos y amenazados por las macabras volutas
atirabuzonadas  de  los  zopilotes  voraces.  Me  hallaba  ante  un  escenario
diferente y distante de  la de li berada  concepción que van  edificando en el
recuerdo las lecturas,  intuiciones y los relatos.  Una historia arrogante,  una
epopeya  de  crueles  fosforecenc ias,  una  leyenda  de  reverberaciones
espantables, formaban  una vaporizada bruma imprecisa flotando sobre  e l
paisaje  que  iba  a  contemplar  a  lo  largo  de  ochocientos  kilómetros  de
carretera, hasta desembocar, hacia el crepúsculo, en el extraño resplandorde
fragua que ciñe al  horizonte de Méx ico como un cinturón sangriento. Las
aldeas, las  poblaciones, las ciudN:Jes,  con sus enrevesados nombres elaborados  de equis indescifrables, de tes enhiestas y de eles languidecientes, se
desenrollaban  como  la cinta  sin  fin  de  un  documental  cinematográfi co.
Melancólicos ranchos abandonados y campesinos con sombreros de palma,
comidos por la miseria y cercados por la tuberculosis, acudían a denunciar
inconscientemente,  con sus figuras desmedradas y sus rortros enflaquecidos, la  inequívoca realidad de una revolución  escamoteada y diluida, tras
inútil  y  copioso  desangre  y  barbara  crepitar  de  hogueras  en  las  que se
incineró una esperanza y se frustró una pasión de pueblo, en beneficio del
76 Raül  Andrade
generalito matasiete, del rampante jefecillo sindical y del intelectual confuso, cobarde y melodramático. Aquel no era un in acostumbrado y sorpresivo
desenlace.  Las  revoluciones  hispanoamericanas  se  identifican  por  una
semejanza desobligante:  la de la buena intención devorada por el caudillo
de  retaguardia  y  el  regreso  tardío  o  temprano  al  punto  de  partida  del
despotismo cínico y de la petu lancia ineficaz. Pueblos ingobernables suelen
decirde nuestros pueblos los déspotas desengallados, cuando en el merecido
extrañamiento, se sienten sacud idos por remolinos de hiel. La verdades más
simple y más escueta, ya que esos pueblos no han sido más que sistemática
y concienzudamente desgobernados, golpeados en la columna vertebral de
sus  parcos  anhelos,  ultrajados  por  el  polizonte  de  estrella  sobredorada,
engañados por el cazurro leguleyo que ahora ofrece pan! mañana traicionar,
vendidos por ese auténtico vendepatrias bribón , agente viajero de la democracia que llega hasta  los escalones del trono de  cualquier sátrapa mulato
extendiendo  una sucia mano de  pedigUeño,  con  histriónico mascarón de
mártir del  ideal y víctima de la convicción libertaria. Pero las máscaras se
chafan un día bajo las bofetadas justicieras y asoma intacto el verdoso rostro
de rufián y su mezquina verdad.
Ascendía por la carretera escarpada, borden do solemnes brellas macizas
y  pendientes  por  las  que  resbalaba  el  calosfrío.  Por  más  que  hiciese
verdaderos esfuerzos por oír los melodiosos acordes de ingenuas marchas
revolucionarias y creyera distinguir las secas e indistintas detonaciones de
la fusilería, la verdad era que la sombra de  Pancho Villa, centauro cruel y
guerrillero indómito, reposaba definitivamente su largo sueño de ajusticiado. Por los senderos tortuosos y los veri cuetos serranos, no resonaban ya los
cascos de su nerviosa cabalgadura. Su espectro estaba confinado entre los
paredones de la leyenda, custodiado por una guardia inmóvil de fantasmas.
Una e(rónea Y mezquina comprensión de  las perspectivas históricas había
cedido  los  despojos  del jefe de  la  División  del Norte,  para usufracto de
folletinistas mediocres y reporteros de prensa amarilla. No se había querido
entender ni interpretar su vital significado de personaje telúrico, brotado de
la  parda meseta mexicana, para encabezar la  protesta armada,  frente  a la
plúmbea densidad feudal, a la vanguardia de sus panterunos "dorados". Lo
que la historia ha desechado, empero, lo ha reivindicado para sí la leyenda.
Aquel Doroteo Arango de las primeras incursiones bandoleras que robaba
la res del terrateniente. dispendioso en París y ava ro en México, no era más
que la tímida e intuitiva protesta contra un estado de injusticia social, latente
77 Tcma y vnri :l,:iuncs dc lilemllLr:J  3
y voraz, lamido  por las nac ientes ll amaradas de la revuelta. Lo que en  don
Francisco Madero fu era un  apostól ico, incipiente y lángu ido síntoma de  la
tonnenta, en Doroteo Arango, cuatrero procesado, acosado por las jaurías
federales, se  insinuaba  como  una  torrencial  e  incontenible  requisitoria
popu lar que demandaba la humanización de los sistemas y la red istribuc ión
de la  pobreza. En  verdad no se intentaba  arrebatar al rico sus mi llonarios
rebaños, ni sustraerle sus copiosos caudales.  Fantasía o certeza, la plutocracia  mexicana  dirigida  por  la  engarfiada  garra  de  don  Porfirio,  había
establecido un vertical sistema de extorsión que hundía sus agudos puntales
en  la entraña del campesino mexic íl llo.  Una costra opulenta y fi na recubría
de purpura la desoladora verdad. Aristocmcia crepuscu lar que descendía del
encomendero, la mexicana, se vo l<lti li zaba en las espirales de los valses de
Juventino Rosas y en la molicie de los placeres importados de Francia. Aún
es posible encontrar en los viejos y altaneros pal<1cios barrocos diseminados
por las inmediaciones de la Alameda Juárez, de l Paseo de la Reforma y en
los contornos del bosque de Chapultepec, erizado de barbas ve rdes, el rastro
de  ese paso  infuloso.  preponderante y  agresivo  de  aque ll os  señorones
cetrinos  que  impol1aron  él  un  pá lido y decadente  archiduque  I-Iabsburgo,
para  darse  el placer de  ornamentar  a su país con  un  postrero resplandor
imperial, sin  pcrju icio de mirarlo desvanerse, tan fantasmal y efímero como
llegara, en  el  sonoro cerro de  las Campanas, sobre la gris y roj iza vi ll a de
Querétaro, entre  los  encnrnados  un iformes de  Miramón y  Mej ía que,  al
menos  con su muerte, tratarían  de disimular el  escurridizo desbande de  la
hora última. Don Porfirio iba a recibir íntegramente la herencia enmarañada
de  ese Méx ico  fu stigado  y  tac iturno.  Y  en  lugar  de  torcer  diestra  y
rápidamente  hacia  la auténtica  reforma,  devino  paternal  tutor  de  una
aristoc racia  en  nauFragio  y  fu stigador  impbcable  de  una  colectividad
depauperada y hambrienta.  Por los enarenados senderos de la Alameda del
novecientos. rondaba el fri volo y perecido encanto de las sayas abullonadas
y  las cinturas increíbles de  las beldades crioll as.  escoltadas por el  antiguo
petill1etre de?lev ita y corbata plastrón. Los coches victorianos se alineaban
a lo largo dd call ejón de la Condesa,junto a la Casa de los Azu lejos, frente
a  la  fachada  desafiante  y  alt iva  del  Palacio  Iturbide.  Era el crepúsculo
dorndo. d sueño de la [ll tima vaca gorda, la plác ida visión de un tiempo que
se hundía blandamente sin  percibir jZls rajaduras terrestres. De los más altos
árboles de los alrededores pendían los cuerpos esqueléticos de los ajusticiados en tanto  que los  "c ientíficos" preparaban sus meticu losos  planes para
78 Raúl  I\ndradc
goberna r a la sombra de la ilustre momia partiriana, por un p lazo de veinte
lustros. La mom ia, engarabitada y marfi leña, al parecer era inmortal. Sobre
las  amplias  avenidas  en  formación  se  cu rvaban  los  lomos  grises  de
pretenciosos edificios públicos que nunca Ilega rian a conc luirse. Il ulll inada
y ascé t;c .. , surgiria  la pequeña estatura estoica de don  Franc isco Madero y,
para lelamente, el Daroteo Arango de la hazaña rural se iría transformando
en ese Pancho Vil la de  b  pistola pronln, de la  bal;!.  certera, de  la sonriente
crueldad; en esa dura  alegoría, en suma, de  la  ira popu lar, centauresa de l
potro macabro y amazona de la venganza. Pe ro la más lograda estampa de
la revuelta campesina, la mfls templnd<t y bravía, recia y bárbara muscu latura
guerri llera, no tiene  nada que  la recuerde  ni  la  nombre, fuera del  folletín
trucu lento y  la  leyenda sombría. No es que Francisco Villa encarnase con
rectilínea sobriedad  la  pasión  rebe lde de  un  pueblo.  Era  a lgo más y  algo
menos que eso; encarnaba por igua l la vi rtud y el defecto, la intuición y el
desconocimiento,  e l  va lor  y  el  miedo,  la  generosidad  y  la  sordidez,  la
brutal idad y la tern ura súbita, el desden a la muert e y a la vida. Para él, parecía
hecho  e l fatalista  e  impasible  decir  popular mex icano:  "Si  tu  ma l  tiene
remed io,  ¿por qué te apuras? Y si no tiene remedio, ¿por qué te apuras?"
Vi ll a  no amaba ni ambicionaba el  poder.  Era  una ex traña y contradictoria
fue rza en marcha. Cuando sus tropas irrumpieron en la ciudad de Méx ico,
Vi lla llegóse con supe rsticioso respe to a l pa lacio que yergue su arqu itectura
imponente en el lienzo frontal de l Zócalo. A Ili se tre pó por las escaleras hasta
e l que fuera gabinete de trabajo de don  Franc isco Madero. Contempló con
con mov ida actitud el sillón presidencia l y cuentan que sacando su paJluelo
de lunares rojos, limpió el asiento  y e l eStJaldar del  historiado butacón, se
sentó en él para volve rse a levantar enseguida C0l110 impu lsado por secretos
mandatos. Se sabía inferior a la responsabilidad de gobierno; entendía que
su misión era guerrear, su aspiración, cngordarvaqui llones en Sil lejana y fria
COmarca  durangueña,  su  destino,  vislumbrado  entre  suet1.os,  caer  en  la
emboscada de los  li quidadores del desorden.
Vi ll a fue  b  alegoría  vita l de un  pueblo despe rtando. Nadie puede dudar
acerca de su  barbarie alerta.:  pero, a qu ien fuera síntesis y  expresión de una
circunstancia  dramática:  a  quien.  ignorante  y  desposeído.  iba  a  luc har
instintivamente  porque  desapa reciesen  el  despojo  y  la  ignorancia  como
fundamentos de una sociedad soherbia y rampante, ¿cómo podía cxigírsele
moda les civi lizados y  procedimientos cultos, cuando se ha visto. más tarde,
al correr de los ailos. mariscales ch~lputeando en la sangre y el fango. fi lósofos
79 Tema y variaciones de literatura 3
encorvados ante el jerarca bestial, intelectuales entregados a la innoble tarea
de justificar el asesi nato, mientras recogen las migajas caídas del banquete de
la  tiranía? Ocurre que los grandes movimientos triunfantes suelen acarrear
consigo a una retaguardia viscosa que hace y deshace la epopeya a su antojo,
escoge y selecciona a sus héroes, proscribe y difumina a los auténticos y va
formando densa e impenetrable nata de aceite que comienza por denominarse
"equipo", se transforma en "casta" y concluye en "oligarquía". La revolución
mexicana no podía sustraerse a este fenómeno.
No era difícil descifrar bajo el áspero cefio y la mueca contraída y amarga
del hombre mexicano, la dolorida experiencia de un pueblo que concurriera
a su  cita con el destino y amaneciera a la desconcertante comprobación de
que, una vez más, su revolución  le  había sido escamoteada, cínicamente,
lúgubremente,  sarcásticamente.  La  lucha  le  había  resultado  estéril;  el
sacrificio,  infructuoso.  Algo  de  eso se  vislumbraba  ya  en  la  novela  de
Mariano Azuela, Los de abajo; mucho de elJo se advertía en la demagogia
pictórica y en la colorinesca pirotecnia de los murales de Diego Rivera y de
David Alfaro Siqueiros; no obstante, la certeza total, palpitaba en el rostro
ultrajado del campesino, emigrando de la comarca familiar. Por ahí marchaban, a la orilla de las carreteras, caravanas de campesinos desalentados que
iban a laborar la tierra del Buen Vecino que luchaba en Oriente y Occidente,
en defensa de un  espejismo democrático condenado a vivir, exactamente,
hasta la última hora de Roosevclt, para concluir asimilando los métodos que
trataba de  eliminar.
Yo he  visto al  charro pobre, sin sarape ni alamares de  plata, jinete de
jamelgos flacos,  despojado de  la  canción y del guitarro, sin  bravuconería
folklórica ni matasiete desplante, vagando por los caminos mexicanos de la
" huasteca", con su orZt.'l de torti Has endurecidas y su frascuelo de "bacanora",
añorando los tiempos de la "bola" en que aún era posible jugarse la carta de
la  desesperación en el garito de  la muerte. Este es el charro-verdad, no el
charro-fábula  de  la  jarana  jalisciense,  puesto  en  boga  por  el  burlesco
negretismo y su falsa  noción  viril.  Aquél  es el  charro verídico, fatalista y
desorientado; éste el charro de serenata que se alquila por horas en la noche
fosforescente, en esa feria  de la canción callejera del Tenampa, vertedero
de  la resaca  nocheriega y  última cripta funeraria  del torero  tullido  y  del
hampón  que  olvidó guardarse  las  espaldas.  Lo  he  contemplado  también
sobre  la  pista  de  la  feria ,  las  piernas  férreas  ciñendo  el  vientre  de  la
cabalgadura encabritada o subrayando con  los "huaraches" el isócrono y
80 Raúl ¡\ndradc
vivaz bordoneo de los jarabes. He visto al chan·o en Sil  hora desamparada y
triste, desengañando  del  holocausto  impulsivo  que  no  le  trajo  "tierra  ni
li bertad",  arrimado  a  la  torc ida  puerta  de  su  cabaña,  esperando  que  el
re lámpago de unas nuevas albas sangrientas anuncie la evasión del espectro
de  Francisco Villa.
En  vano se  ha  intentado vestirle  de oropeles  caducos  a  la  cadavérica
realidad de la revolución. Del tremendo crisol de la guerra civil  no salieron
cuajadas las soluciones perseguidas. La tierra le fue arrebatada a su poseedor
prim itivo para adj ud icársela al audaz e irrisorio generali to de trastienda,  al
licenciado de In universidad de la rapiña, al bronco y emboscado especu lador
de  la miseria.  La ti erra, su  posesión y aprovechamiento,  le fue  hurtada al
creador de  la riqueza de los otros:  al  campesino paciente y resignado. Las
anchas veredas del agro mexicano se fueron despoblando progresivamente
mientras en los  fúnebres cabaretes de l turismo -"Cyro's",  "Sans-Souci",
"Medianoche"-, lideres sindicales de greña atirabuzonada a la Junta Silveti,
quebraban  altas y fin as copas de cristal, disputándose el  dividendo pingüe
de la huelga triun fante y escupiendo por el colmillo la nicotina del habano.
Sin  perjuicio,  desde  luego,  de  empuJiar  la  luciente  pistola  "gangsteril"
disimul ada baj o el "smocking" de incómoda sobriedad.
Era diciembre y soplaba por las  c;l.lIes un helado viento medroso.  Los
árboles de los paseos y de las avenidas, quemados por la escarcha, mostraban
sus esqueléticas armazones, cenicientas y desoladas. La rgas carrocerías de
pura raza "cadillac", con sus sirenas clesafi antes, anuncinball el paso de los
nuevos afOltunados a quienes la lotería de la gue rra civil les cedió el premio
gordo. Hinchados y ventrudos, como ídolos  asiáticos sumidos en el sueño
de opio del engreimiento, estimul aban In cstentación barroca de sus queridas,  ornamentándolas  de  tibias  pieles  polares y  de  pesadas  pedrerías,  en
tanto  que  a  lo  largo  de  las  calles,  muchachos  desnutridos  y  lastime ros,
trataban de reproducir con un gangoso sonsonete el último bo lero de Agustín
Lara, el cantor cursilón, verdoso y narc isista que junto a la opu lenla madurez
de  María  Félix  recordaba  a  una  cucaracha  ca ída  por  descuido,  en  un
provocativo  postre de ti·esas con  crema "chantilly" .
Pasajero fortu ito de escarcela vacía pero de cu riosidad millonari a, dime
a medir y comprobar la misteriosa dimensión de México. Anduve con paso
tardío  y  pupila despierta  por su  recoveco  atrayente,  por su  profundidad
elástica,  por su  topografía sorpresiva.  Durante  muchas  noches  rondé  en
torno al señorío arquitécton ico, austero y pulcro, del antiguo Colegio de las
8/ Tema y variaciones de literatura 3
Vizcaínas, de paredones rojizos y calados ventanales en piedra gris. Entonces comprendí que el esperpento valle-inclanesco debió nacer a su sombra,
mientras pascaba don Ramón, con sus amarillentas barbas de hiedra seca y
su  fantasmagórica  silueta  de  aparecido,  por  las  estrechas  y  pavoridas
callejuelas  que  lo  circundan,  con  sus  tabernas  sórd idas  y  sus  tugurios
trágicos. Antes del viaje a México, don Ramón se movía en una atmósfera
saturada del aroma carlista, en pos de la galante aventura bradominesca. La
estética de lo horrible y desgnrrado, de  lo pavoroso y siniestro que apunta
en  el  esperpento,  es  consecuencia  indudable  del  recuerdo  de  Méx ico,
insignificante y larvadq en  el primer tiempo, desmesurado y agresivo más
tarde. Ese j uego del espejo convexo que advertía  Pedro Salinas al explicar
el  origen  del  esperpento,  es,  sin  duda,  un  afortunado  descubrimiento
li terario,  pero una escasa verdad.
Porque en los sombríos pasad izos mexicanos -San Juan de Letrán, Santa
María la Redonda, calle del virrey Bucareli y cnll ejón del Degollado- una
extraña y pungente humanidad bacteriana,  il uminada por linternas verdes,
bulle, gesti cul a, palpita y se desli za como por un  intestino al descubierto. El
ve rdinegro lépero y el tarzancsco explotador de esmirriadas damas nocturnas,  el  traficante  de  beleños  ind ígenas,  de  alucinaciones  satánicas  y  de
ensueños violetas,  el  ciego cantor de la  tarde que concluida la jornada se
desprende  la capa de parafina de sus  amortecidas pupilas y el  pordiosero
baldado de las esquinas  que recobra súb itamente el movimiento, acuden a
la cita nocherniega de la plazuela de las Vizcaínas por donde rondan pálidas
indiecitas pecadoras y lúgubres brujas mediterráneas, ofreciendo lacomplacencia lúbrica y la mercancía inconfesable.
Es la hora de la fiesta procaz en el aquelarre borracho, regada de mezcal
y de tequi la, de sangre y purulencia, en tanto que el fumador de marihuana
empuña  la  navaja  para  la  puñalada  irresponsable  y  el  coronelito  De  la
Gándara trepa por los tejados y se desliza por las chimeneas como un gato
lasc ivo, seguido muy de cerca por los sabuesos del Tirano Banderas. Es la
hora  del esperpento total,  COI1  su  uniforme  de  andrajos  y  su séquito  de
musarañas  diabóli cas,  de  pervertidos  illfanzones,  de  matones  de  rostros
zurcidos, de guitarristas dementes y aventureras de  grandes ojos michoacanos.  El  esperpento  nace  entre  los  últimos resplandores  verde-bilis  del
tugurio  entreabierto y  las  primeras  libertadoras  luces  del  alba.  Así  va
tomando forma angulosa y anárquica, bajo la media tinta de la agonía y de
la muerte.  Todo  lo  que  tiene  de  goyesca remin iscencia e l esperpento, se
82 R::IIH  Antlrade
retuerce y acusa con vitales escorzos en la contradictoria retorta mexicana,
fundiéndose en su limo y revolcándose en su  cieno.  De  allí saldrá caliente
y chorreante el titular de  las ocho columnas de l rotativo mexicano que es,
en  suma,  un  minucioso  registro  del  suceso sangriento, sin  una sola  idea
creadora,  sin  un  solo  destello  de  pensamiento  esclarecedor  y  diáfano.
Cuando  la  prensa  mexicana se  irrita  ante  las  irreverentes  opiniones  del
visitante,  el  visitante  se  encoge  de  hombros  pensando  que  ella  misma
constituye la mejor réplica. No otra cosa que un sucio esperpento de crueles
evidencias  y  de  funestos  perfiles  es  el  que  traza  inconscientemente  el
reportero truhán  y el miserable "chico de  la  prensa".
He  afirmado alguna  vez que  la  mejor novela americana escrita en  los
últimos treinta años es el  Tirano Banderas. Ninguna, en mi  concepto, ha
logrado mayor plast icidad de grupo escu ltórico, ni ha descorrido las cortinas
sucias de la pantomima política americana, ni ha penetrado con tan lacerante
seguridad en la tramoya de las dictaduras de Tierra Caliente, como la va lle·
inclanesca  diatriba.  Mirando  la  estampa  adiposa  de  Maximi no  Ávila
Carnacho,  el  sátrapa  poblano  de  garra  larga  y  disimulada  alevosía,  se
podía  aprender bastante  más  que  en  los  ensayos sociológicos  del  señor
Vasconcelos. Allí estaba enquistado el fibroma que envenena al organismo
mexicano y que se reproduce con desesperante insistencia, Celda cinco o diez
años. Qué poderosa cal idad de esperpento ambulante poesía, con su  huma·
nidad tambaleante roída por la  ataxia y su guardia de pistoleros insomnes.
Víctima de un donjuanismo seni l y de una funambulesca vanidad, Maximino,
era  el  generoso  animador  de  una  heterogénea  corte  de  los  mi lagros,
integrada por la cupletista otol1al  y el torerillo de moda, el  charro cantor y
el  periodista faméli co, el peluquero de Sf>ñoras  y el  charlatán de radio, el
caricaturista ambulante y el jefe de sindicato obrero. Su sombra se extendía
a lo largo de Méxicocon temeroso calosfrío. La gran novela de México, que
tiene  en  él  su más caudaloso personaje,  aún  está  esperando al  novelista,
que habrá de  escribirla. Porque.  el novelista  mexicano, como el de  otras
latitudes americanas, ha concluido por estimar que únicamente el hombre de
la  gleba  es susceptible  de  crepturn  para sus fines  literarios.  Hasta  hoy  el
novelista  no  ha  intentado  enfoc<lr  otras  zonas  y  otros  personajes.  El
indio, el mesti zo y el mulato, son sus exhaustos campos de experimentación.
No ha querido penelra r todavía en ciertas capas sociales por temor, deseo·
nocimiento  o,  acaso,  por  pura  fJlta  de  imaginación.  Los  novelistas  de
pretenciosa y pretendida insurgenc ia -insurgenci a de forma, no de intención
83 T..:m<l  y v:tr :u.:io ll c~ de  liter<llura J
ni fondo- han pasado de largo cuando han corrido el riesgo de rozar ciertos
nervios neurálgicos.
Mas  no  todo  sería  rasgo  esperpélllico, estética  terrible  o  acechanza
maligna en 1:.ll11exicana peregrinación . El tibio y mañanero sol de invierno
inv itaba a  las  largas caminatas por  los senderos de l Paseo de  la  Reforma
y  los túne les verdes del  bosque de Chapultepcc . En  los primeros,  identificaría  a Jules  Romains  haciendo  corretear  a su  lanudo seller  escocés;  el
bigote  entrecano  y  el  ceño  triste  recordaban  el  drama  de  una  Francia
desunida y estremecida al rayrrr el  alba del  rencoroso despertar. Romains,
desde su  mirador del  rascac ielos  de  la  Latinoamericana,  contemplaba  la
espesa arboleda, doblemente nostálgico de su tierra francesa, por francés y
por ausente. El francés de esos días repetía COIl  incalculable te rn ura e l ve rso
de Aragón: " Francia tu nombre escribo" y empezaba a intu ir que, la tierra,
era "algo  mus que  la  ti erra", vista  desde  la  abrupta so ledad y la distancia
tiritante.
Nada, sin emba rgo, más aterciopelado y tranqui li zador que perde rse por
las callejue las de l bosque, prodigioso muestrario vegetal,  ínsula verde  en
medio de la topografía cenic ienta, refugio sedeño y blando de los ausentes
de otras tierras.  Mientras las gentes rugen en las calles y se asfix ian  en los
tranvfas,  hapultep~c  permanece  extrm1amente  solitario,  habitado  por
pájaros  inverosímiles y  por  hurañas  "misses"  esqueléticas  que  llevan
bajo  el  brazo  suaves  nove las  de  Elynor  Glynn  o  pesados  textos  de
filosofía teutona. De tarde en tarde, el silencio selvático es quebrado por e l
trope l  de  un  pequeño  escuadrón  de  charros  que  marcha  a l  picadero
para el  diario entrenamiento de  la proeza. No hay rumor de ciudad en  el
refugio  grato.  La  fronda  amortigua  los  broncos  ruidos  urbanos  y  por la
rampa de piedra de l alcáza r, ruedan  las sombras  de la emperatriz demente
y  del  fusilado  emperador de  las barbas de oro.  El  turista  no  ll ega a  estos
lugares de med itación  y de reposo.  Allá se queda girando en  tomo a  los
escaparates  de  la  Avenida  Madero,  en  busca  de l  asombroso  sOllvenil'
que ac rediHlrá su permanencia en México 0 ,  bien, loma pasaje tranv iario
para  mirar  la  tarjeta  postal  de  Xoch imilco,  con  sus  barcazas  floridas  y
sus  canales  pestífer0s,  sus  merenderos  de  ardientes  salsas  y  sus chi nas
poblanas reclutadas en la Avetlida ÁI\'a l'O Obregón. Paresa es inapreciable,
encantador y deslumbrante. el musgoso y al10so bosque de Chapultepec, de
noche  clausurada  para  el  viandante,  pero  de  pródiga mañana  generosa,
84 abierta  para  el  hombre  que  extra\'ió  su  horizonte  y  jamás volverá  a
capturarlo.
La  calle mexicana es un  inesperado bazar de la sorpresa, de  todas  las
sorpresas. En  ella, durante los primeros días ásperos y desconcertantes, se
tiene la sensación de que esa humanidad que habita en los frescos pictóricos
con  que  han  sido  embadurnados  los venerables  muros  de  los  palacios
mexicanos, se  ha  volcado subitamenk  por  la  ciudad, sin  permiso  de sus
autores o de sus guardianes, ":11  una silenciosa manifestación  de  protesta.
Cabe  en  verdad  preguntarse  si e l arte  ha  imitado  a  la  naturaleza  o  la
naturaleza ha imitado al arte. Porque en el t.: aso de ese supuesto amanecer de
un arte nuevo en la pintura mexicana, séame perm it ido oponer una rotunda
negativa. Las fórmulas francamente demagógicas de la pintura mexicana no
constituyen  el  despuntar de  una  alba  artíst ica . Constituyen  un  engañoso
espej ismo, tramposo y desleal, que no persigue más que exhibición , escándalo y propaganda destinada a traducirse en art ificiales valoraciones. Se ha
convenido en que el deber fundamental del  pintor consiste en pintar, no en
embadurnar con petulante desdén hacia las inalterables leyes de la pintura.
La  fórmula  pretenciosa  de  la " pintura sociológka"  resulta, a  la  luz de  la
lámpara del amilisis,  tan inconsistente y absurda COIllO  la de la "poesía de
combate" . O se hace pintura o se hJl.:e sociología, o se hace poesía o se hace
polémica; la fusión o In duplicidad de intenciólI  en la pintura o en la poesía.
desvirtúan su I1l isión esencial. No es preciso, para real izar obra de con ten ido
revolucionario, trazar  un  cuadro como quien traza  un  .plan  de batall a  o
escribir un poema como quien editorializa para un periód ico de partido. La
sensibilidad, la  capacid;:¡d  de  captar  la angusti a  circundante,  util izarla  y
expresarla  con sincero  y desnudo  propósit o, son  más  que sufkientes  y,
excesivas tal  vez, para la  reali zación  de la  ubra destinada ¡)  perdurar,  por
sobre momenráneas mareas políticas y  dt':libe radas orientaciones. Si  algo
contribuyó a aclarar notablemente mi manera de estimar el hecho político
mexicano, fue  la  lenta  y  obstinada  cOlltemplación  de  la  obm  visible  de
quienes soberbiamente se denolll inan a si mismos los "grandes de la pintura
contemporánea" .  De  ellos,  únicamente  Orozco  posee  auténtica  I.:statura
creadora. Que en t.:uanto a Diego Rivera y a Siqueiros \10  pasarán de ser la
simple anécdota del arte contemportlneo y la historia recogerá sus nombres
a la hora de estableCer responsabilidad!!!)  en el asesinato de León Trotski . El
auge de pura cepa "snob"  que obtuvo hace quince o veinte años la pinlUfa
de estos dos hábil es aJIIl in istradorcs del desplante, ha caducado. A 19una vez
85 T<!11l3  Y variaciones de  literatura 3
habrá oportunidad de  extenderse acerca de esa pretendida rebe li ón de los
pintores  -que  ciel10  apresurado  y  deslumbrado  crítico  centroamericano,
trató infructuosamente de explicar- en un capítulo que podría titularse, más
O menos:  "Los pintores,  los frescos y otros frescos ...
Es  de  la  call e  de  donde surge,  hilarante  reverso  del  medallón  de  la
tragedia, la figura simbólica de Cantinflas,  con su azarosa verbosidad y su
disparatada terminología. Cantinflas es un resumen y un trasunto de la hora
mexicana que se debate en tre dos luces mortecinas. Tal como Pancho Villa
fuera  la  recia  alegoría  de  un  pueblo  en  armas,  Cantinflas  es  la  burlona
alegoría de un  pueblo de derechos arrebatados y esperanzas escamoteadas
que ríe sin fatiga para eludir el ll anto. No es el hombre de México inclinado
a la  ll orosa resignación del de olros climas.  Atisba y previene mientras le
llega la hora de j uzga r.  En tanto lanza su "c lown" a la arena del  picadero,
le delega su irónica protesta y expresa con su lenguaje enrevesado y caótico,
la concepción de ti empo y de su drama. He oído las más contradictorias y
audaces opi niones acerca de esa indómita fi erec illa, nacida como un hongo
de burla, bajo  las  candilejas de un  teatro de relajo de San Juan de Letrán.
No  es  el  genial  gemelo  de  Charlot,  ni  su  réplica,  ni  su  consecuencia.
Cantinflas es la  concreción del drama mexicano en función de broma; es la
conversión de lo barroco a lo grotesco; es la evasión formal de la tragedia
y  el  advenimiento  del  disparate,  danzando  sobre  la  panza  azulenca  del
olvidado cadáver del  guerrillero.  El  melodrama ha devenido sainete y, la
tragedia,jacarandoso fin de fie sta. Como un pequeño duende trascendental,
Cantinflas  ha reclamado  la  palabra para decir e l caos  de su  espacio y  la
anarquía  de su  tiempo,  frente  a un  auditorio de diferentes reacciones:  el
docto indignado lojuzga estúpido, el  inocente del cielo lo supone modelado
en la divina arcilla del donaire. Acaso uno y otro se hallen equivocados y no
acierten a entender que, Cantinflas, no es otra cosa que la tímida rebelión del
hombre  que  ha perdido  la costumbre de  rebelarse  e  ignora  contra qué  y
contra quienes liene el deber de rebelarse.
"Vaya al mercado de La Lagun ¡llay encontrará lacunadel canlinjlismo ",
dijome un entrañable amigo de mis mejores horas mexicanas.  Allá fui una
mañana, a recorrer de punta a punta, la prodigiosa feria del disparate. Desde
la aralla de cristal hasta el  pedazo de  herradura,  podian  adquirirse  en sus
atiborrados barracones. Mas no era  aquello lo característ'ico del  lugar. Era
la fabla indescifrable. arbitraria y heroica, que empleaban los vendedores de
baratijas para deslumbrar a los atentos auditorios. El charlatán callejero tan
86 Raúl Andrade
familiar a  los mercados  criollos, posee alli  un  título  o dignidad  especial.
Merolico lo designa el pueblo mexicano y es ese nombre como un diploma
de bachiller de la sagrada elocuencia de la feria. Cualqui era de ellos podría
reemplazar con ventaja a Cantintlas y muchos de ell os desempeñarían con
mayor dignidad, aquí y al lá, las ceremoniosas diputaciones parlamentarias.
Qué indescriptibles giros y qué- onomatopéyicos absurdos suelen oírse en las
barracas de los merolicos. Sólo que éstos, al fin , únicamente juegan con la
credu lidad de sus auditorios, jamás con  los destinos de su pueblo.
Así recorrí y medí la va ria dimensión mexicana. José Bergamín, albacea
del pensamiento de Unamuno en el destierro, me ofreció, cordial, un asiento
asudiestraen la meridiana tertuliadeAI 's.  Petere, García Bacca, Paco Giner
y el pintor cordobés Rodríguez Luna, fueron mis contertulios habituales. La
comprensiva masonería del exi li o me aceptó entre su fil as de nostalgia, de
indignac ión y de recuerdo. No iba a quedamos más remedio que esperar que
el  mundo  quisiera  cambiar  de  signo  y  que  la  perfidia  política  quisiera
regresar a su  cubil. Decrecía el  incend io, y sobre las  lejanas comarcas de
Hiroshima y  Nagasaki, descendla  la  muerte sim ultánea en su paracaídas
de fuego . Desde la mesa de café contemplábamos amanecer una era aún más
dramática y amenazadora que la que habíamos visto morir. El mundo se iba
quedando  desierto  de  hombres  buenos,  ganado  por  la  invasión  de  los
espectros. Yo miraba a las gentes, a los árboles y a las call es, por última vez.
No volvería nunca a contemplar los balcones floridos de bugambillas de una
distante Nii'ia Cha le de la  call e de Londres; tampoco volvería a estrechar la
menuda mano de  nácar de María Asúnsolo, dulce  ejemplar de mujer sin
tiempo,  altiva y funeral  como una orquídea,  insular y extraviado nenúfar
fl otando sobre la ciénaga florida .
Ya  había desgarrado  la  lejanía, ya  había  levantado  las  cortinas de  la
distancia, ya había tendido m i corazón a secar al sol de los crepúsculos de
otoño.  Penetré  por Tampico y salí por AcapuJco.  Había trazado sobre  el
paisaje de México una gran línea diagonal de noreste a sudoeste tal y como
hacen  los contabilistas con  las  facturas  revisadas.  Había trabado  conocimie nto  con  e l  perfil  de  la  qu imera  y  anhe laba  partir  de  nuevo,
desinteresadamente. acaso si acuciado por la definición baudelairiana:
"Los verdaderos viajeros son aque ll os que parten por partir y sin saber
por qué, dicen siempre: partamos .. :'
Cerraba,  pues,  aquel  balance anual de mi sentimiento con una afirmación: el destierro; con una negación:  la másca ra caída de la quimera. Había
87 Tema y variaciones de literatura J
aprendido aentenderel mundo y a vislumbrar el secreto de la sabiduría que,
tal  vez,  consista  únicamente,  no  en  prelender que  los demás sean  como
nosotros, sino, en  no parecerse a los demás, senci ll amente.
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BIBLIOGRAFÍA
Ensayo: Cocktails (Quito, 1937); Gobelinos de niebla (Quito, 1943); El perfil de la quimera (Quito, 1951); La internacional negra en Colombia (Quito, 1954); Crónicas de otros lunes (Quito, 1980); Barcos de papel (Quito, 1981); Claraboya (Quito, 1990); Viñetas del mentidero (Quito, 1993). Teatro: Suburbio (Quito, 1931)